miércoles, 30 de diciembre de 2009

Los últimos días del año

Todos poseemos un narrador interior. Un narrador secreto, omnisciente y Todopoderoso al que acostumbramos a llamar “conciencia”. Es el Pepito Grillo de todo humano, presente en todos los saraos del remordimiento, impertinente testigo de todo pensamiento. El mío hoy me ha recordado una de esas absurdas sentencias que hice hace algún tiempo, cuando era más joven y mi incipiente vista de lectora no me permitía entender los motivos que empujaban a alguien a releer un libro. Es decir –creía yo, en las postrimeras telarañas de mi adolescencia- que el revisionado de una película gozaba de justificaciones varias (con las siempre escurridizas imágenes salpicando la pantalla), pero un libro, con sus letras fijas e impresas... ¿qué motivos habría para volver a explorarlo?

Hace tiempo que me di cuenta de que tal sentencia poseía la certera estupidez que demasiadas veces acompaña a lo humano y como todo lo que aquél hace, hasta en sus axiomas preferidos, todo es revocable. El paso del tiempo y la pérdida de la pavería me han hecho caer alguna que otra vez en la relectura. Y, para asombro de aquella adolescente que llevo dentro, he descubierto que las letras no tienen nada de fijas e inmutables y que su propia melodía –al unirse unas con otras- no cesa de variar cada vez que los ojos retornan a ellas. Además –me digo ahora, a las puertas de un nuevo aniversario- creo que hay épocas en las que uno siempre vuelve, como arrastrado por una añoranza insalvable, como quien destapa la cajita de madera de su infancia para repasar sus tesoros. Llega el tiempo en el que uno siempre vuelve a releer porque, estoy convencida, de alguna forma, nos releemos a nosotros mismos. Se trata de algo más trascendental que transitar un camino ya andado: es descubrir y redescubrirse dentro de él. Alucinar con la oración más absurda –que en el pasado resultó tan ajena-, repasar las marcas en el texto, reexplorar el sentido oculto tras cada palabra. Quizás hoy peque de soberbia o de nostálgica al escribir esto, pero hoy me he enganchado a la relectura.

En este sentido, mi última gran re-adquisición ha sido Charlas con Troylo (1981) de Antonio Gala. Un tomo que me regaló en mi mayoría de edad una persona especial que apostó por los artículos periodísticos que con una sensibilidad evocadora, Gala compartía con su perro Troylo. Por aquel entonces, rememoro el olvido, el libro me gustó. Me ayudó a desvincular a su autor de aquella escena de La pasión Turca en la que Ana Belén respiraba agitada bajo su falda, extendida sobre sus labios, mientras yacía extasiada en el suelo de un autobús. Aquí he de explicar que Gala me sonaba como autor de aquella historia de adulterio a la que robé más de una escena en su versión cinematográfica, abusando de un despiste adulto más o menos ignorante de mi fascinación infantil ante aquellas imágenes. Charlas con Troylo también me hizo ver en su autor algo más que su presencia de excesiva y afectada galantería, que había presenciado más de una vez por televisión. Sí, es cierto, el libro me había mostrado algo que no veía, me había gustado.
Hoy volvió a mis manos para engatusarme. Lo encontré con ese misticismo de las casualidades, olvidado en el fondo de un cajón que ahora está lleno de pañales. Al abrirlo, percibí que se había contagiado de la frescura de esas tiras de celulosa con las que compartía habitáculo. Un sospechoso olor a talco perfumado me invitaba a pensar que era nuevo y cándido otra vez, a pesar de los subrayados, a pesar de las páginas dobladas. Y al mismo tiempo yo me asomé a las páginas con la simpática ingenuidad de aquel aroma. Al igual que a su pasado, uno sólo puede enfrentarse a la relectura así: con una curiosidad que no inhibe el deseo de superación, de superarse a uno mismo, a aquel lector primerizo que permanece suspendido en la memoria. Salí, pues, al encuentro de aquella que fui leyendo el libro hace años. Aquellos en los que, con mi educación de colegio de monjas, alucinaba con que alguien pudiese decir que “el hombre tuvo que abandonar el Paraíso porque comió del fruto del Árbol de la Ciencia y aprendió a distinguir el bien del mal”.
Hoy ya han sido otros autores –y otros amigos, y otros fantasmas- los que me han enseñado que los seres humanos podrían existir sin dioses, pero la deidad depende de la gente para existir. Y repaso con cierta altanería algunas de estas líneas y, en el extremo de este final de año, vuelvo a caer rendida en la profundidad de otras reflexiones medio caninas medio humanas que Antonio Gala hace en artículos como “Las doce uvas”. Un fragmento de este texto es el que reproduzco a continuación. Este es el regalo que desprendo de mi pasado y de mi relectura para todos aquellos que asomen el hocico curioso a este blog. Los últimos días del año siempre se prestan a la relectura, al recuerdo, al renacer. Son, de algún modo, eternos. Porque en ese tránsito, entre el repaso a lo vivido y los propósitos de lo que queda por vivir, también nos reinventamos. Gracias al narrador que todos llevamos dentro...

“Esta noche Troylo, atiende bien, va a empezar una década. ¿Te das cuenta? Empezar una década. Son palabras mayores. Los hombres no tenemos una vida muy larga. Nada de lo que vive tiene una vida demasiado larga: la vida es una historia que siempre acaba mal, porque siempre acaba con la muerte. Y, sin embargo, los hombres tenemos la necesidad de parcelar la vida, de trocearla, de marcarla con muescas, hitos, recordatorios, metas. Como si fuera tan inmensa que no pudiéramos mirarla, ni comprenderla, entera. Y es que nososotros somos todavía más cortos que la vida. Hablamos con indiferencia de días, horas, semanas, de meses. Cuando hablamos de años nos ponemos ya serios. Cumplimos años, nos dan miedo los años. Celebramos que se inaugure un año y nosotros sigamos con los ojos abiertos. Nos alegramos de que un año nuevo nos ofrezca su pequeña caja de sorpresas, porque eso quiere decir que estamos vivos. A pesar de que la caja esté vacía y seamos nosotros los que debamos tomarnos el trabajo de llenarla de cosas. De cosas confusas: un jazmín tardío, dos o tres atardeceres, alguna carta, la platilla de un caramelo, unas manos entrelazadas, un modo inolvidable de mirar, cierta música, una mañana limpia, el olor a fritanga de una verbena en la mitad de agosto, qué sé yo: la vida. Porque la vida, Troylo, por mucho que se diga, no es maravillosa, ni cruel, ni millonaria, ni apasionante, ni terrible. La vida, Troylo, es única: sólo eso. Es sencillamente lo único que tenemos. Y cada año viene, en nochevieja, con el regalo de su menuda cajita vacía.”

domingo, 13 de diciembre de 2009

Los Inadaptados

En la traducción hispanoamericana el título "Los Inadaptados" alude a la película de John Huston, "The Misfits" (1961), icono de la catástrofe personal de dos de sus grandes estrellas de reparto, Marilyn Monroe y Clark Gable, por ser la última cinta que rodaron antes de su repentino fallecimiento. La versión española, acostumbrada a la libre reinterpretación del idioma origen, acuñó el título de "Vidas rebeldes". Sin embargo, hoy prefiero adoptar el doblaje del otro lado del charco y, como la memoria asociativa también es caprichosa, hablar de "Los inadaptados" sin aludir en absoluto a la película de Huston.
Por disparatado que parezca, prefiero evocar a los inadaptados a través del relato de Jorge Semprún en su libro La escritura o la vida. Prefiero hablar de los inadaptados para denominar a esas cohortes de supervivientes del Holocausto y de los campos de concentración nazis que fueron atravesados por la llamarada abrasante de la muerte y, tras su supervivencia, despojados a una libertad que nunca sentirían plena. Inadaptados, aparecidos, como seres espectrales en un mundo convertido en rompecabezas, sin que ninguna pieza pareciese corresponder a su silueta. Apátridas, eternos huérfanos exiliados. Los inadaptados, hoy me sugiere, "la memoria de la muerte", ese recuerdo tenaz y obstinado, que siempre dejaba en evidencia "la fragilidad de la alegría de vivir". Tenía razón Paulo Coelho cuando en Verónika decide morir definía la locura como "la incapacidad de comunicarse". No hay mayor demencia que ésa: no encajar, no compartir códigos, ni sufrimientos. Quizás por esto aparezca la bifurcación: la escritura, es decir, el recuerdo impertinente haciéndose eterno a través de las letras; o la vida, aceptar la locura del olvido y la incomunicación para fingirse anclados en un mundo en el que todavía hay lugar para la inocencia. No fue fácil elegir, quizás por ello, Jorge Semprún tardó casi medio siglo en escribir este relato.

Uno de los mayores méritos narrativos que se pueden atribuir al relato de Semprún –quizás aplicado como mecanismo inconsciente de autodefensa- es cómo escamotea la desgracia, cómo se aleja de lo evidente y rehúsa la explicitud demostrada por otros autores como Primo Levi, cuando narran la cotidianeidad en aquellos reductos dominados por los nazis: “Debían ir a las cámaras de gas; sacar de las cámaras los cadáveres, quitarles de las mandíbulas los dientes de oro; cortar el pelo a las mujeres; (…) llevar los cuerpos a los crematorios y vigilar el funcionamiento de los hornos; sacar las cenizas y hacerlas desaparecer”, explica Levi en Los hundidos y los salvados. Otro superviviente a los campos de concentración nazis, Robert Antelme, casado con la escritora Marguerite Duras, también emplea una narración más explícita: “Empiezan a formarse costras, yo las arranco y sangran. No puedo más, voy a gritar. Soy mierda, es verdad, soy mierda”. La escritura o la vida tampoco es una narración cándida y meramente descriptiva, como puede ser el testimonio de la adolescente Ana Frank a través de su harto conocido diario. Por contra, Jorge Semprún emplea una narración dolorosa, asfixiante, escabrosa. Pero estos sentimientos son extraídos por la puerta de atrás, más reflexiva y profunda; huyendo de perogrulladas, del relato fácil. Quizás por esto necesitó la perspectiva de los años y la asunción de aquel pavor para escribir este libro. Quizás por ésto, se mostró abiertamente crítico con los relatos inmediatos que fueron surgiendo a partir de la liberación de los campos de prisioneros. “Lo esencial es conseguir superar la evidencia del horror para tratar de alcanzar la raíz del Mal radical”. Y añade, más adelante: “No pretendo ser un mero testimonio. De entrada, quiero evitarlo, evitarme la enumeración de los sufrimientos y de los horrores."

Lo más escabroso de esta narración es que, en ciertos momentos, hace al lector cómplice consciente de toda esa brutalidad, del desarraigo, del despojo humano, de la mugre anímica. Hace al lector consciente de que hay algo cruel en la existencia, una raíz instintiva de supervivencia que extrapola los límites de la moralidad, del propio deseo de estar vivos. Cuando uno cree que ya ha fallecido (o lo que es peor, cuando uno desea estar ya muerto) resulta que su corazón sigue latiendo y uno se convierte en un “aparecido” dentro de un mundo del que sólo se siente apátrida. "Entonces, miro. Quería ver, y veo. Quisiera estar muerto, pero veo, estoy vivo y veo", relata el escritor en El largo viaje.
En Jorge Semprún también encontramos una pretendida huída de la equidistancia sin por ello sacrificar la fe en la emotividad humana. Ante la madre de dos soldados alemanes fallecidos, escribe: "Intenta hacerme creer que todas los sufrimientos son iguales, que todas las muertes pesan lo mismo. (...) Ningún cadáver del ejército alemán pesará jamás el peso en humo de uno de mis compañeros muertos". Y sin embargo, en este extracto de El largo viaje, todavía cierta compasividad aflora hacia esa matriarca a la que han extirpado sus vísceras: "Comprendo que para ella la muerte de sus hijos sea lo más atroz, lo más injusto. No tengo fuerzas para decirle que comprendo su dolor pero que al mismo tiempo me alegro de que sus dos hijos hayan muerto, es decir, me alegro de que el ejército alemán haya sido aniquilado. No tengo fuerzas para decirle todo esto."

La fórmula narrativa empleada en el relato goza de un deje calderoniano, "toda esa vida no era más que un sueño, no era sino ilusión. Por mucho que acariciara el cuerpo de Odile, el perfil de sus caderas, la gracia de su nuca, sólo era un sueño”; y de una frescura pocas veces hallada en otros escritos de este tipo. Las descripciones están plagadas de puntos de fuga y, en este sentido, reproduce la espontaneidad de los propios pensamientos. La memoria es asociativa, los recuerdos asaltan la lógica del tiempo, huyen del presente al pasado, del pasado al futuro y regresan al punto de origen mediante numerosos flash-back y flash-forward. Utiliza figuras literarias como la anáfora o el polisíndeton para reforzar las ideas centrales de la narración. Los recuerdos, por tanto, se contradicen, se reiteran, se completan y chocan entre ellos. Como no hay tachones ni se puede borrar nada del relato, cada nuevo pensamiento se adhiere al anterior formando una argamasa heterogénea de experiencias y sensaciones.

Para Semprún, el único analgésico frente a la muerte es la colectivización de la experiencia con sus compañeros del campo de concentración. Simboliza con ello esa lucha perenne por la supervivencia a través de la convivencia: “Se convertía en mercado de ilusiones y de esperanzas, en zoco donde podían intercambiarse los objetos más heteróclitos por una rodaja de pan negro, unas pocas colillas de machorka, en ágora en fin donde intercambiar unas palabras, calderilla de un discurso de fraternidad, de resistencia.” En este sentido, es evidente que esa relación de camaradería con sus compañeros, desarrolló en Semprún una especie de síndrome de Estocolmo, donde la retención forzada acabó por domar el instinto libertario para facilitar la supervivencia más allá del “umbral de la muerte”. Ya ningún cigarro en libertad sabría como esas colillas de machorka y, tras definirse como apátrida, sólo cuando regresa a Buchenwald años más tarde reconoce que: “No pude decir que estuviera emocionado, el término es demasiado débil. Supe que volvía a casa.” De este modo, el escritor relata la verdadera esencia de los inadaptados: ya no tenía lengua materna, ya no podía ser repatriado porque, simplemente, no tenía patria; y sólo consigue finalizar su libro (cincuenta años depués de su liberación en 1945) con el regreso, el retorno a su herida, el único lugar donde siente suturar su dolor. Valga de ejemplo, la última frase de la novela: “En la cresta de Ettersberg, unas llamas anaranjadas sobresalían de los alto de la maciza chimenea del crematorio.” Buchenwald volvía a funcionar, el engranaje volvía a ponerse en funcionamiento, al menos, en su interior. Semprún “había hecho del exilio una patria”. Es decir, de ese continuo giro centrífugo, de ese continuo despojo, su único lugar habitable.


Para aquel joven estudiante de filosofía prisionero en Buchenwald, la violencia comenzó a hacerse tangible a través de la vejación. Él mismo admite que con anterioridad a la retención, creía que su cuerpo no era más que la prolongación de sus deseos. Sin embargo, sólo cuando el castigo físico comienza a hacer mella en él, es consciente de que cuerpo y mente se disociaban y se volvían contra sí mismo durante los interrogatorios. “Mi cuerpo se afirmaba a través de una insurrección visceral que pretendía negarme en tanto que ser moral.” Se producía, por tanto, una especie de sublimación en la que el dolor anteponía su existencia corporal sobre sus convicciones ideológicas. Para un intelectual de la talla de Semprún, este hecho es el comienzo de la anulación, la verdadera tortura. De hecho, La escritura o la vida arranca de este modo: “Desde hacía años yo vivía sin rostro”. Esta declaración no sólo evidencia la pérdida de identidad y la anulación física del ser humano, sino que además empuja a los afectados a una búsqueda constante del espejo, el reflejo del otro. El espejo es un fijador de la identidad. Una especie de laca que nos mantiene unidos a la Tierra. Sin él, sólo hay sombras, sucedáneos de gentes que no existen porque no se pueden ver. Por este motivo, Semprún encuentra en las miradas de sus compañeros, el único espejo de identificación humana, la única vía de corroboración existencial. La única cuerda de sujeción a la vida. En contraposición, quizás por ello necesita aclarar que: “También estaban los S.S., sin duda. Pero no era fácil captar su mirada. (…) La mirada del S.S., por el contrario, cargada de odio desasosegado, me remitía a la vida. Al deseo insensato de durar, de sobrevivir: de sobrevivirle.”
La narración de la violencia es, pues, en el caso de Jorge Semprún, una renuncia voluntaria a la explicitud, un intencionado escamoteo de la evidencia. Un relato en primera persona, un conjunto de recuerdos fetiches y reiterativos: los pájaros que no cantan, la nieve de aliento mortecino, la fraternidad en horas de muerte. Una reconstrucción poética y reflexiva del horror, un valiente empeño por sacar el brillo de la belleza literaria hasta en la experiencia más atroz. Una superación de la memoria y una asunción del horror como parte de la experiencia humana. La supervivencia como instinto que supera la lógica vital, entre la esperanza y la vida constantemente amenazada por la guirnalda de la muerte, suspendida sobre sus conciencias como una espada de Damocles que jamás será reversible. “Por fin me había despertado, otra vez –o todavía, o para siempre- en la realidad de Buchenwald: que jamás había salido de allí, a pesar de las apariencias, que jamás saldría de allí, a pesar de los simulacros y melindres de la existencia.”

viernes, 27 de noviembre de 2009

Mateo Morral, a sangre y fuego

La historia se ha escrito demasiadas veces a sangre y fuego, como el libro de Manuel Chaves Nogales y como el poema de amor de Pablo Neruda. Además, como la poética, y la escritura en general, son dadas a la enagenación interpretativa hoy se me antoja recordar al anarquista Mateo Morral a través de los mencionados versos: "En esta historia sólo yo me muero y moriré de amor porque te quiero, porque te quiero, amor, a sangre y fuego". La diferencia es que en el caso de Mateo Morral no fue el único en fallecer en su fulgurante historia. Por la vereda de un amor tortuoso e irracional hacia sus ideales, su inicial intención de aniquilar a Alfonso XIII acabó con la vida de una treintena de personas (también hubo más de un centenar de heridos) para asombro del monarca, que resultó ileso.
Mateo Morral siempre ha despertado en mí juicios contradictorios y un desorden emocional difícil de combatir, es decir, me convierte en una auténtica anarquista del sentimiento. Hoy lo recuerdo a través de Gavrilo Prinzip, el bosnio proserbio que mató a Francisco Fernando, heredero de la Corona austro-húngara, y que se me presenta como un sucedáneo del anarquista catalán, pero con mayor "éxito" que el primero. Prinzip evidenció las tensiones de una Europa disgregada y avocada a la Primera Guerra Mundial. En similares circunstancias (Alfonso XIII celebraba su boda el 31 de mayo de 1906 cuando Mateo Morral hizo estallar la bomba), Gavrilo Pirnzip asesinó a Francisco Fernando y a su esposa, la Condesa Sofía, el domingo 28 de junio de 1914, cuando los archiduques realizaban una visita a Sarajevo durante el aniversario de su boda. Fue la excusa perfecta para que la postinera Europa de alianzas, como señala el profesor Ramón Villares, comenzara a apagar las luces abriendo paso a la Gran Guerra.
Aunque el bosnio "triunfó" donde Morral no había conseguido éxito, el anarquista catalán "venció" donde Prinzip fue más torpe: una vez apresado Gavrilo quiso suicidarse con cianuro, pero no llegó a cumplir su objetivo. Moriría en la cárcel. Pero Mateo Morral sí alcanzó este objetivo. Aunque antes de quitarse la vida en Torrejón de Ardoz tuvo tiempo de enviar al otro barrio al guardia que le vino a apresar.
Desconozco los motivos de este suicidio. Quizás la muerte asolaba su sesera anarquista (habían sido demasiadas las vidas perdidas por nada). Quizás fue la reacción instintiva de un culpable acorralado. O quizás le asfixiaba la frustración, el reconocimiento de la propia imbecilidad, que siempre es dolorosa. En cualquier caso, como todo acto irracional, siempre provoca cambios aunque se salgan por la tangente de las primeras intenciones. Mateo Morral inauguraría con su atentado fallido una nueva etapa, si bien no en la Historia de España, sí en lo que concierne al periodismo que se venía haciendo por entonces. Como señala Manuel Martín Ferrand: "la publicación de la fotografía de Luís Mesonero Romanos, descrpitva del atentado de Mateo Morral en la boda de Doña Victoria Eugenia de Battenberg con el Rey de España inauguró a escala mundial el gran periodismo gráfico". Más allá de los matices que se puedan añadir a esta sentencia, lo cierto es que el fenómeno del atentado llenó las páginas del ABC con la imagen tomada por Luis Mesonero Romanos, que estaba en el lugar adecuado en el momento justo. Después de que Morral lanzase la bomba desde el edificio en el que se ubica la popular Casa Ciriaco madrileña, Mesonero tomó la instantánea y se la vendió al periódico en exclusiva, por unas 300 pesetas (el ejemplar de ABC costaba por entonces unos 5 céntimos).
El precipitado devenir de Mateo Morral fue seguido con minuciosidad por la prensa. Blanco y Negro, a fecha de 6 de junio de 1906, se permitía incluso hacer reconstrucciones de los trágicos sucesos acaecidos en Torrejón, donde, antes de suicidarse, Morral mató al guarda que lo fue a detener. La edición incluye cinco fotografías ilustrativas: la de la pensión donde se hospedó, la del ventero que reconoció a Mateo Morral, la de la dueña del restaurante donde comió y las dos que emulaban la posición de los cadáveres del guarda y el anarquista. Un curioso formato, este de la reconstrucción, que recuerda demasiado al que popularizaría en los 90 Paco Lobatón en el programa ¿Quién sabe dónde?
El mismo día de esta publicación, ABC realizaba una comparativa al estilo de Lombroso sobre el sorprendente parecido físico entre Morral y Angiolillo, el asesino de Cánovas. Si por entonces se hubiese llevado eso de las operaciones estéticas, más de uno hubiese tirado de bisturí para evitar problemas con la justicia...
En definitiva, lejos del amarillismo de aquel suceso, sólo el humor resta importancia a la sangre y al fuego. Sólo el humor puede descongestionar la pena. Más allá de lo que podamos husmear en las hemerotecas, la mejor imagen que tengo de Mateo Morral y la mejor crónica de su espíritu fracasado es precisamente una secuencia de la película Libertarias, en la que una esotérica Victoria Abril es poseída por el fantasma de Mateo Morral, que dará a sus colegas anarquistas una estrategia para conquistar el frente zaragozano y, de paso, se burlará de sus torpes hazañas, y de que descuiden Barcelona mientras discuten si España vive una guerra o una revolución (acceder al minuto 4, 28). Si es cuestión de reírnos de nuestra propia historia, creo que se trata de un fragmento muy efectivo. Y si de curiosidades se trata, el estudio sobre toponimia madrileña realizado por Luis Miguel Aparisi reveló que la popular Calle Mayor de Madrid, donde se pepetró el atentado, fue renombrada Calle de Mateo Morral durante la Guerra Civil. También entre 1936 y 1939, otra calle del distrito Centro, la actual San Cristóbal, se llamó travesía de Mateo Morral. Al menos, en cuestión de películas, páginas de periódicos y calles con su nombre, el anarquista catalán puede presumir de haberse convertido en el símbolo de la frustración de toda una estirpe de pensadores.


La locura periodística

Nos hemos vuelto locos. Una siempre lo ha sospechado, pero en días como hoy, los nostálgicos del papel asoman el hocico adormecido al quiosco y se frotan los ojos para eliminar las legañas, aunque no pueden evitar confirmarlo. Nos hemos vuelto locos. Y regresan convencidos a casa. Porque ésta vez, “es un estar locos” a secas y no hay canción de Ketama, que apostille un “sabemos lo que queremos”. Aquí nadie sabe qué quiere ni adónde se dirige.
Si el periodismo es contrapoder, cuarto poder o si conserva algún resquicio de influencia no importa demasiado, el caso es que todos están convencidos de su capacidad para camelar la opinión de los lectores, tan amodorrados en esto del juicio propio que salen de casa cual zombies a comprar los diarios para tener una sólida opinión sobre lo que pensar. Tampoco es relevante que ahora sea el Estatuto de Cataluña lo que se queme a lo bonzo en los tabloides. La temática no importa, lo crucial es opinar. Ya lo dice el eslogan de La Gaceta –ese panfleto de los de Intereconomía- “tú lo piensas, nosotros lo decimos”. Al menos son honestos y coherentes con lo que escriben. Este es el periodismo de vanguardia.

Una docena de periódicos catalanes apoyan el editorial contra la sentencia adversa del Constitucional sobre el estatuto catalán. El órdago se tira al río y los peces se enredan en el anzuelo. Ya se sabe, les pierde la boca. Para unos la sociedad civil catalana se vuelca en la defensa de su texto autonómico, para otros, la dignidad de la Constitución ha sido vilipendiada. Los que todavía creen que el órgano constitucional tiene algo de independiente, tachan de mal gusto la presión hacia estos sabios del Derecho. Los que hacen gala de la retranca apelan a la “libertad de expresión” y en medio de tal batiburrillo de opiniones yo lo que no diferencio es dónde están los políticos, dónde los magistrados y dónde están los periodistas. Además, éstos últimos, muy dados al transformismo, gozan de vestir toga y usar el mazo de sus palabras para poner orden sobre los asuntos del día. Vaya panorama. Y mientras, Mingote ha saltado hoy a la primera plana, con su caricatura de un Zapatero bobalicón sobre el empedrado y fangoso lago de chapapote que es el “Estatut”. En fin, que yo ya no sé si seguir leyendo o tirar todo este papel al cubo de reciclaje.
Y es que lo peor no es saber que el periodismo ha cambiado, lo más lapidario es la incertidumbre, porque aquí ni la crisis de Polanco, ni los tirantes de Pedro J. ni el espíritu de Torcuato, son capaces de vislumbrar el futuro. Por esto rellenan el tiempo dedicándose a opinar, pobrecitos habladores, al fin y al cabo ¿a quién diantres le interesa la información? Si es que va a resultar que son unos visionarios estos del Intereconomía. Yo ya repito su eslogan con fe oratoria “tú lo piensas nosotros, lo decimos”.
Menos mal que todavía queda algo de Enric González para saborear, aunque sean sus últimas columnas. La sensatez no está de moda y la realidad tiene a veces más fantasía que la propia imaginación. Por eso Enric comenta, casi asustado –o aliviado por su próximo exilio a Jerusalén- que si nos descuidamos, aquí hasta el apuntador acabará convertido en el mayor narcotraficante de Nuevo México, al más puro estilo ficcional de la serie Breaking bad.

martes, 17 de noviembre de 2009

Las naranjas de Hitler

Los estereotipos nutren el talante español de un deje guasón y poco serio que más de una vez, a ojos vista de los países vecinos, ha derivado en un sonoro pitorreo hacia nuestro intencionado "buen hacer". Bien es cierto que a solidarios y detallistas pocos nos ganan y este carácter altruista parece que no es una adquisición reciente. Lo que ocurre es que el voluntarismo español y nuestro informalismo innato entran muchas veces en contacto, derivando en un cortocircuito rabioso que bien puede desencadenar un conflicto internacional...
Sin ir más lejos, de la hemeroteca del Faro de Vigo hoy extraigo uno de estos ejemplos. La dádiva que el gobierno franquista, hace ya más de 75 años, quiso tener con uno de sus férreos y sesudos aliados: el mismísimo Adolfo Hitler. El regalito, por ser español, tenía que tener eso de ácido y arrebatador propio de aquel país eréctil, paladín de la gracia nacional católica en el mundo entero. Claro que además de autóctono el detalle debía incluir alguna perlita idólatra y zalamera para que el agasajado se sintiese doblemente satisfecho. Así que el Caudillo y sus expertos en marketing decidieron -leo en el periódico- enviar a los mercados de Berlín naranjas españolas, eso sí, envueltas en un papel con el rostro del Führer impreso. No quiero imaginarme la de ardores que despertarían tan enrevesados cítricos...
En cualquier caso, lo peor no es acusar de hortera al mercado nacional, lo peor es que el envío se desvió estrepitosamente y las naranjas medio arias, medio hispanas, acabaron en Londres. Y dice el periódico "Los clientes se negaron a comprarlas". ¡Y eran unas 40.000! Desconozco dónde acabaría la remesa y cuántos hogares ingleses, por coherencia idealista, se quedarían sin su orange juice mañanero. Tampoco se puede corroborar la realidad de los hechos, más allá de lo verosímil que parece. Consultando hemerotecas más precisas, como la de ABC, apenas he encontrado mención a las dichosas naranjas, salvo una nota que a 5 de febrero de 1944 destacaba las colas en el mercado londinense para comprar naranjas de España. Supongo que en esa ocasión el envoltorio sería algo más oportuno, popular y apolítico. Puede que una fabulosa Ginger Rogers acompañada de su inseparable Fred Asteair fuesen un buen reclamo...
De todos modos, más allá del formato, el contingente y el contenido ¿no parecen más divertidos los periódicos de antaño?

sábado, 14 de noviembre de 2009

Los hijos de... que encontraron un nombre propio


Los años nos van dando la oportunidad de hacer sentencias al más puro estilo Forrest Gump. Se me ocurre aquí, sentada en el banco de esta plaza virtual, que los padres son como los ruedines de una bicicleta. Uno cree que va por la vida a su propio ritmo, haciendo sonar el chirriante timbre de sus emociones, viendo la vida pasar a velocidad de rayo mientras recorre el parque, desafiando la autoridad, encauzando los senderos de su sino... y de pronto, le extraen de su biciclo esas, aparentemente, insignificantes ruedecillas y uno comienza a darse cuenta de que tambalea.
Las relaciones entre progenitores y su descendencia han dado mucho de sí en todos los ámbitos del arte. Desde la mitología, cuando el soberbio Cronos arrancó los testículos a su padre Urano para desposeerlo de su reinado universal, las relaciones entre padres e hijos han alimentado el imaginario colectivo de retorcidas tramas. Pero la genética ha mostrado en muchas ocasiones ser generosa y las figuras paternas y maternas han sido faros rutilantes alumbrando el futuro profesional de sus descendientes. Para muchos, el problema principal ha sido ése: luchar contra el grado de descenso que supone una comparativa con la primera línea del linaje. Pero la relación con los progenitores siempre tiene éso de paradójico: Te crías a gritos para hacerles ver que tienes nombre propio, para cuestionar su suma sapiencia y cuando te das cuenta, los años pasaron y te encuentras con que ahora es tu madre la que te pide consejo frente a los fogones. Sin duda, un síntoma inequívoco de madurez.
Pero más allá del anecdotario, el infinito tatami del arte se ha nutrido de batallas generacionales, de familias movidas por una misma pasión interpretativa, literaria, pictórica... Los ejemplos son numerosos y el trabajo de recolección puede ser arduo y decepcionante porque no todos los hijos han conseguido que su nombre centellease en color neón sin la inestimbale ayuda de sus padres. Y es que, al dictado de la sabiduría popular, las comparaciones siempre son odiosas y si para un hijo no es suficiente batalla hacerse valer con personalidad propia, a algunos les ha tocado un pesaje permanente en la balanza, parangoneándoles con el legado de sus padres.
Pongo por caso a Isabella Rossellinni, impúdica hija de Ingrid Bergman y Roberto Rossellinni, cuya fastuosa relación le valió a su madre el escarnio y repudio hollywoodiense. Durante el rodaje de Stromboli, el director italiano y la actriz sueca se enamoraron, no en vano, la película se conviritió de algún modo en la nefasta metáfora de su incomprensión adúltera. Bergman dejó a su marido y representante, Peter Lindstrom y Rossellini abandonó a Ana Magnani. En el seno de esta agitada relación de engaños, Isabella Rossellini fraguó quizás un carácter interpretativo propio y su capacidad la llevaría a convertirse en la fabulosa y neurótica protagonista de Blue Velvet, cuya madurez desquiciada sedujo sin tapujos a un amodorrado Jeffrey Beaumount, interpretado por Kyle MacLachlan.

Pero uno de los casos que más me conmueven es el de Liza Minnelli. Si tres cuartas partes del universo cinematográfico se quedó prendado de esa huérfana de Kansas que soñaba con un mundo libre sobre el arco iris, muchas veces me he preguntado qué sentiría una niña al saber que aquella alegre y fantasiosa cantarina fue su madre. La misma mujer cuya contribución al séptimo arte -y a la vida en general- juzgó insuficiente y decidió (quizás accidentalmente) que los barbitúricos la acompañasen en su viaje final "Over the Rainbow". Debe de ser escalofriante para Liza Minnelli revivir a su madre, la gran Judy Garland, a través de la pantalla. Sin embargo, a pesar de estos desvarios emotivos, creo que el acierto de Minnelli es haber conseguido con su desparpajo y su hipérbole interpretaiva, casi mímica, construir su identidad a través de Sally, la ideal protagonista de Cabaret y ubicar esta película en el imaginario colectivo, donde un bigote anguloso siempre nos da la bienvenida al grito de un "¡Ladies and gentlemen!".
En la mayoría de los casos el denominador común de todas estas historias es que sus padres triunfaron y alcanzaron la cresta de la industria y, a pesar de las comparaciones, sus hijos han conseguido desvincularse de la raíz y hacerse un nombre propio. Algunos han participado en proyectos en los que a pesar de su aparente marginalidad consiguieron entrar de lleno en el alma del espectador y seducir, por méritos propios, al eterno voyeur de las salas de cine.

Ejemplos podríamos seguir citando: desde los Chaplin, los Douglas, los Baldwin, hasta, ya más nacionales, los Bardem, los Guillén Cuervo, los Alterio, los Molina y, si me apuran, los Aragón, los Ozores o los mismísimos Flores... En ocasiones, el parecido físico es tan fuerte que no se puede evitar la asociación. Este podría ser el caso de la actriz Marina San José cuya boca, amplia y generosa, es una remanencia insalvable de su estirpe artística y de sus progenitores: Víctor Manuel y Ana Belén. La joven intérprete, tras haber coqueteado con la música y haber recorrido varios teatros, busca ahora un lugar propio amando "en tiempos revueltos".Pero más allá de las familias cantarinas y teatreras también existen ejemplos en otros ámbitos, como el literario. Aquí, por debilidad personal, no puedo evitar mencionar a George du Maurier, autor de la novela Trilby (1894), a la que se considera uno de los primeros fenómenos de masas de la era moderna; y a su nieta, Daphne du Maurier, la escritora de relatos como Rebeca, Posada Jamaica y Pájaros, cuyas tramas sedujeron al mismísimo rey del suspense para adaptarlos al cine.

Pero después de este somero trabajo descriptivo percibo que caigo en la peor de las injusticias: todas esas menciones que deberían estar pero no van a figurar y que el avispado lector está deseando toparse. Valgan mis perdones de excusa, ya que esta Trilby que les escribe también tiene sus propios genes y los míos tienden demasiado al "arte" de la dispersión.

domingo, 8 de noviembre de 2009

Adiós, donjuán de la fantasía

Todo luto tiene algo perverso alicatado en la oscuridad de la vestimenta. El duelo es más firme cuanto más negros avanzan los días, cuanto más lejano parece aquel ocaso, cuando uno ya ha asimilado una pérdida irremediable y asume, que ninguna espera traerá de vuelta los días de color.
Creo que hasta ayer todavía tenía la esperanza de despertarme, de tomar como un sueño la muerte de Francisco Ayala, guardián literario, guerrero diáfano de letras y tinta. Con él veo que el camino hacia la necrópolis se lleva a un testigo, a un amigo, a una voz, a un donjuán de la fantasía.
Tan sólo hace unos días me hallaba ingenua, lanzando lianas y abriendo puentes entre La deshumanización del arte de Ortega y Gasset y su texto Cazador en el Alba... fascinada por su capacidad, abrumada por un soberbio dominio del lenguaje y la narrativa que lo ha capacitado para triunfar hasta en las áridas tierras de lo experimental. Si España pudo ser testigo de una literatura de vanguardia se debe a nombres como el suyo, como el de Benjamín Jarnés, como el de Antonio Espina o como el de Rosa Chacel... cuyos ecos se antojan tan lejanos que parece increíble que hayamos atesorado tantos años al literario secular. Ayala, el mismo que conoció a Ortega, que simpatizó con Azaña, ése granadino que, a pesar de todo, se definió siempre independiente y cuando hubo de mostrar su compromiso, regresó de Chile para defender su ideal democrático.
Pertenecía a esa esfera de deslumbrantes ilustres, a ese escaparate selecto en el que los grandes pensadores de otra época hicieron de su inelectualidad un compromiso social. Y en lugar de desdecender de su torre de marfil, prefirieron intentar elevar a España -Oh! esa España humilde y castigada- hasta su atalaya de progresos. Y con el cuerpo aterido por el frío de los años, con el temblor innato de la cercana muerte, su pensamiento se mantuvo lúcido y gallardo... tanto que, es cierto, semejaba un ser inmortal.
Pero como él mismo describía en Cazador en el Alba “la pianola realizaba a conciencia su trabajo digestivo, tranquila, en un rincón”. Y así devino lento y aquejadumbroso -como si no se lo quisiese llevar- ese fantasma cetrino que ha inspirado este óbito. El corazón de la literatura se ha quedado frío, mudo, ha sentido la taquicardia y el temor y el viento en las tardes heladas arrancando de los árboles “aceradas hojas de Gillette”.
El consuelo del escritor es siempre triste y su luto, eterno. Porque su espectro, su ser deshilachado en palabras, todavía puede oírse y sentirse en el irremplazable legado de su escritura.

lunes, 19 de octubre de 2009

J. Kennedy Toole: entre el prodigio y la Psicosis


Entre los colegas de delirio larriano compartimos siempre una muletilla que parece refulgir en casi todas las ocasiones y es, sin duda, apta para variadas y numerosas circunstancias. La sentencia a la que me refiero, que Larra escribió en su artículo "Horas de invierno", no es otra que la consabida: "Escribir en Madrid es llorar, es buscar voz sin encontrarla". Frase que esta escribiente desgasta y vilipendia a fuerza de repetirla. Sin embargo, mi afán reiterativo se debe a que no he encontrado una cadena de palabras que sintetice con mayor perfección esa frustración, que tarde o temprano acaba poniendo una molesta zancadilla a la escritura y, por ende, a los propios escritores. Un siglo después de que Mariano José de Larra publicase el mencionado artículo en las páginas de El Español, nacía en Nueva Orleans John Kennedy Toole, apenas un germen de vida, un suspiro de carnes indefensas que se convertiría, 32 años después, en el símbolo del escritor malogrado, habitante de las ruinas de su ego, buscando una voz, un lector que hiciese viva la novela más allá de su fantasía. Y no lo encontró.


"La palabra escrita necesita retumbar, y como la piedra lanzada en medio del estanque, quiere llegar repetida de onda en onda hasta el confín de la superficie; necesita irradiarse, como la luz, del centro a la circunferencia". He aquí otro extracto de Larra aplicable a Kennedy Toole. Algunos escritores proyectan en la escritura fórmulas terapéuticas y sanadoras, como si fuera el alivio de males, un remedio de brujos. Pero es, sin duda, un barbitúrico descortés: siempre le pides más de lo que te entrega. Por eso Toole, al bordar el final de su libro La conjura de los necios tuvo la convicción de que se hallaba ante una obra maestra. Y esta aspiración fue consumiéndose en su magnanimidad, cuando rechazaron el escrito en varias editoriales. Intuyo que pasado el tiempo, Kennedy Toole se hubiese conformado con tener lectores. Pero, claro está, tampoco los encontró (no, al menos, en su tiempo).


Los biógrafos debaten desde hace años si éste fue el verdadero detonante del prematuro y truncado final del escritor estadounidense. En 1969, cuando tenía 32 años de edad, emprendió un viaje en su coche, salió del estado, recorrió los viales, visitó la tumba de Flannery O'Connor y en una carretera secundaria a las afueras de Biloxi (Mississippi) decidió sustituir su alta ingesta etílica por una sobredosis de monóxido de carbono: Colocó un extremo de la manguera en el tubo de escape, introdujo el otro por la ventana del conductor y el motor en marcha hizo el resto.





Sin embargo, los biógrafos más escabrosos apuntan a que este final acelerado, se debió a una posible homosexualidad encubierta y a una sobreprotectora relación familiar, en la que el amor desmedido y el control carcelario de su madre acabaron por germinar en Kennedy Toole la semilla de un pequeño Norman Bates. Aunque, como comprenderán, estos delirios freudianos producen en esta Trilby una especie de escalofrío emocional.
No voy a negar que la figura materna está llena de controversias (se deshizo de la nota que su hijo dejó escrita al suicidarse y sólo ofreció versiones contradictorias) pero fue gracias a la insistencia de esa madre, Thelma Ducoing, por la que llegó a publicarse La conjura de los necios, convirtiéndose en una obra póstuma laureada por la crítica y consagrada como uno de los máximos exponentes de la comedia norteamericana. El filósofo y escritor Walter Percy explica en el prólogo de la obra cómo la insistencia de la ya viuda madre de Kennedy Toole acabó por ser insalvable. Se decidió entonces, con escepticismo, a comenzar a leer el manuscrito "una copia a papel carbón, apenas legible", explica. "Sólo quedaba una esperanza: leer unas cuantas páginas y comprobar que era lo bastante malo como para no tener que seguir leyendo. (...) Pero, en este caso, seguí leyendo. Y seguí y seguí. Primero, con la lúgubre sensación de que no era tan mala como para dejarlo; luego, con un prurito de interés; después con una emoción creciente y, por último, con incredulidad: no era posible que fuese tan buena".


Y de esta forma tan absurda, porque Walter Percy cedió ante la persistencia de una anciana, el universo literario norteamericano pudo fagocitar a uno de los personajes más esperpénticos, alocados, desmedidos y divertidos que haya lucido jamás su firmamento: Ignatius Reilly, célebre protagonista de la conjura, a quien Percy califica como "un tipo raro, una especie de Oliver Hardy delirante, Don Quijote adiposo y Tomás de Aquino perverso, fundidos en uno".
En cualquier caso, el suicidio de Toole ofreció a su obra la vuelta de tuerca necesaria para convertirla en leyenda y ser tildada de "maldita". Como el periodista Fran Casillas señala en el artículo conmemorativo del 40º aniversario de la muerte del escritor, hasta la adaptación cinematográfica que se prepara desde hace años se ha impregnado de ese sino abrupto. "Todos los intentos serios de crear un filme han tropezado con funestos acontecimientos", desde la repentina muerte de los intérpretes principales al propio huracán Katrina, el fenómeno natural que acabó dinamitando el escenario de rodaje en Nueva Orleans. Y es que, como cita el artículo, "es la película que todo el mundo en Hollywood desea rodar pero nadie quiere financiar".


Al margen de las vicisitudes cinematográficas, obra y autor fueron galardonados con el Pulitzer en 1981. Pero la muerte dulce de Kennedy Toole, 12 años atrás, sólo pudo ser testigo del silencio y de la incomprensión. Su fama llegó a ser tal, que rescataron un libro de su juventud (La Biblia de Neón, escrita cuando tenía 16 años) para aprovechar el tirón comercial. Y, finalmente, Kennedy Toole, ése que quebró su pluma sin llegar a encontrar voz, ni público alguno; acabaría por generar una marabunta de lectores solícitos que reclamaban un legado mayor, más tinta del escritor. Pero, por caprichos del azar, él, ignorante de su propio éxito, había vaciado sus cartuchos, tiempo, mucho tiempo atrás.

lunes, 24 de agosto de 2009

Los Brontë y Cumbres Borrascosas

La trágica nebulosa que envuelve la vida de la familia Brontë es algo que resulta atrayente, especialmente a los espíritus dados al dramatismo. La muerte fue, en todo caso, un fantasma prematuro que no dudó en esgrimir sus garras con los miembros del linaje: primero falleció la madre y luego le siguieron las dos hermanas mayores. Por otra parte, el único varón, el talentoso Branwell, tampoco tardó en perecer a causa de su adicción al alcohol y al opio. Las supervivientes, Charlotte, Anne y Emily no sólo padecieron la desdicha de la pérdida sino que compartirían ese destino temprano: al igual que sus hermanos, ninguna superó los cuarenta años. En el caso de Emily, la tuberculosis forzó su despedida terrenal a los 30. Pero algo de aquella negrura familiar y muchas de las tristezas, así como las momentáneas alegrías (especialmente evocando un pasado que fue mejor que el presente) quedaron tatuadas en las páginas de su novela, Cumbres Borrascosas. En el prólogo de la colección Grandes Escritoras (de RBA), Carmen Posadas señala al respecto que “este triste destino familiar iba a tener enorme influencia en la obra de las Brontë, que siempre vivieron bajo la amenaza del sufrimiento y la pobreza”.
Y es que decir de una novela que es una de las mejores del siglo XIX suena tan rimbombante que nos sitúa en un plano casi descreído. Pero la innovación narrativa que Emily volcó sobre Cumbres Borrascosas no deja lugar a dudas. Esta fuente de originalidad radica especialmente en tres ámbitos: el deleznable y contradictorio carácter de los protagonistas, Catherine y Heathcliff (que huyen constantemente de su sino feliz); el amor entre ambos, cuyo agravante no es tanto su condición de hermanastros como el talante destructivo que se profesan; y la extraña evolución narrativa, que arranca en el presente y se desarrolla en el pasado (con continuas alusiones a hechos no acontecidos que desvelan parte de la negrura del relato) y que aparece deshilvanada por dos narradores.
Ya en las primeras páginas se describe a Heathcliff como “gitano de tez aceitunada”, que en honor a los poemas de Lorca y, a pesar del anacronismo que los distancia, posee toda la marginalidad de los protagonistas de aquellos versos. Catherine, su enamorada y alma gemela, es una niña a bien, repulsiva, altanera y egocéntrica. Sus escasas dosis de bondad versan sobre Heatchcliff, ese niño desaliñado que su padre encontró desamparado. El amor y la complicidad entre ambos crece al ritmo que sus cuerpos y sus defectos. Buena prueba de ello, es este fragmento en el que Catherine se sincera sobre sus sentimientos (a pesar de que finalmente se casará con el apuesto Linton, mejor partido que su amado). “Sea cual fuere la sustancia de la que están hechas las almas, la suya y la mía son idénticas, y la de Linton es tan diferente de ellas como puede serlo un rayo de luna de un relámpago o la escarcha del fuego”. La única razón que esgrime para no casarse con su hermanastro es que él “me degradaría”, dada la diferencia de origen entre ambos.
Esta relación frustrada es el esqueleto que da consistencia a las desgracias que generación tras generación acaecen sobre las personas que habitan Cumbres Borrascosas, una propiedad que se degradará con el tiempo, como el propio carácter del protagonista, Heathcliff. La bipolaridad entre el bien y el mal se establece entre las dos propiedades vecinas y se acentuará con los años: Cumbres Borrascosas es lúgubre e inhóspita, La Granja de los Tordos, representa a Linton, un personaje adorable y bondadoso que se ve relegado a la condición de amante no correspondido.

La muerte prematura se ceba con varios personajes, la diferencia de clases aviva la ambición de los frustrados y todo se conjuga en un fuego narrativo que invade las páginas y que hará sobrevivir la pesadumbre sobre la momentánea felicidad. La comparativa del “yo” contra el mundo es una relación cruel que siempre acaba en derrota. Un cáncer que devora lo propio, se ensaña con la autoestima y para el “gitano” es el espejo mismo de su miseria.
La novela, en general, tiene eso de costumbrista que siempre seduce: los elementos entran en el relato con la naturalidad de lo que es conocido o, cuando menos, reconocible. Es deliciosa y entretenida, a pesar del áurea de negrura que destilan sus letras. El grueso de la narración, a través del ama de llaves, imprime cierta nostalgia hacia un pasado que siempre resulta mejor que el presente. La minuciosidad de los detalles otorga a la novela abalorios narrativos y riqueza expresiva. Por su parte, otro de los personajes, el señor Lockwood, aparece como el primer narrador, descriptivo e intuitivo; aunque en el desarrollo de la historia adquiere un talante secundario y se convierte en una especie de “lector dentro de la novela”: cuestiona, pregunta, se interesa y curiosea. Hasta el final no volverá a adquirir su condición de narrador.
Y para zurcir las últimas páginas, el final feliz no es del todo consumado: la frustración siempre está latente o cuando menos, la felicidad nunca es completa o siempre queda manchada por cierto misticismo. Los fantasmas del pasado y una intención matrimonial que no llega a explicitarse llena al lector de dudas ¿será que algo oscuro y perverso impedirá esa unión? ¿son los de ahora la huella espectral de los de antaño? ¿Habría una segunda parte de esta novela?
La única certeza es que, tras la lectura de Cumbres Borrascosas, uno tiene la sensación de haber leído algo más que una Gran novela, algo más que una historia inventada. El lector cree haber rozado la realidad y la vida de aquella taciturna y mutilada familia de Yorkshire: los Brontë. Y es que, como Roland Barthes comentó alguna vez, toda autobiografía es ficcional y toda ficción es autobiográfica.

domingo, 23 de agosto de 2009

Virginia Woolf I: Las pequeñas Stephen

Los seres humanos, por defecto natural, solemos tener cierta pulsión genética hacia el conocimiento, especialmente si éste va sazonado con cierto toque de secretismo y misticismo. Puede que sea este el motivo que aviva mi afán cotilla, o quizás sea la excusa más ridícula que encontré (pero, aún vagamente, me convence) para explicar mi atracción irremediable por las biografías. La última adquisición de este género ha sido la de Virginia Woolf, escrita por su sobrino Quentin Bell, allá por los años 70. Ahora, en una edición Debolsillo de más de 700 páginas esta Trilby no tiene más remedio que ir dosificando impresiones. La primera (y muy grata), sobre la que versa este post, habla de la infancia de las Stephen, de dos hermanas destinadas a formar parte de la historia artística de Inglaterra y, como todos los genios que se tercien, del universo entero.
Quizás guiada por las pautas biográficas que Ortega y Gasset desenmarañó en un escrito de 1932 ("Pidiendo un Goethe desde dentro") creo que Quentin Bell ha dado de lleno en el centro de la diana describiendo los primeros años de su tía Virginia y de su madre Vanessa. "Las cuestiones más importantes para una biografía -explica Ortega- serán estas dos que hasta ahora no han solido preocupar a los biógrafos. La primera consiste en determinar cuál era la vocación vital del biografiado, que acaso éste desconoció siempre. (...) La segunda cuestión es aquilatar la fidelidad del hombre a ese su destino singular, a su vida posible. Esto nos permite determinar la dosis de autenticidad de su vida afectiva." En este sentido, las niñas Stephen, a través de su estrecha relación y de un pacto de hermandad que supera los lazos de sangre, crearon una forma propia de expresarse y consiguieron determinar su futuro.


"Desde temprana edad, Virginia comprendió algo de la magia de la amistad, la intimidad peculiar que poseen quienes tienen lenguajes privados y chistes privados, quienes han jugado en la penumbra entre las piernas y las faldas de los mayores, debajo de la mesa. (...) Así, para la mayor [Vanessa] las apariencias era lo que más amaba en el mundo o, por lo menos, cuando amaba el amor se le presentaba por sí mismo en una forma visible. Para la menor [Virginia] el encanto del amor entre hermanas residía simplemente en la íntima comunicación con otro ser, el disfrute del carácter. Desde un principio se estableció entre ellas que Vanessa iba a ser pintora y Virginia escritora". Esta fabulosa descripción de Quentin Bell hace visibles las raíces de un arte inigualable (en la pintura, para Vanessa, y en la escritura en el caso de Virginia) que emana en la edad adulta pero que probablemente se deba a una serie de vivencias situadas en el más temprano despertar de la conciencia para con el mundo y sus relaciones.

Virginia, cuando todavía era una Stephen y no la inconmensurable Woolf, tardó mucho tiempo en aprender a hablar y no lo hizo de forma correcta hasta los tres años. "Las palabras, cuando llegaron, iban a ser, y para el resto de su vida, sus armas predilectas." señala el autor de la biografía. Por su parte, Vanessa, todavía Stephen y no la impresionante Bell, aún siendo consciente de la inteligencia y la "brillantez precoz" de su hermana pequeña, "admiraba por encima de todo, su belleza pura". Para explicar este pasaje Quentin recurre a un escrito de su madre en el que describía así la hermosa elegancia natural de Virginia: "Me recordaba siempre una pera en dulce de un especial color de fuego". Y con un particular manejo del pincel, que revolucionaría el arte londinense y que para muchos supondría la llegada del impresionismo a Inglaterra, Vanessa Bell pintaría años más tarde (en 1912) a su hermana, trasladando aquellas palabras a un cuadro que sintetiza no sólo el carácter de una, sino el modo de expresar de ambas.



La de las hermanas Stephen era una belleza frágil. No por la debilidad del adjetivo, sino por la delicadeza de los sujetos a los que se le atribuye. Como señala Quentin Bell "la verdadera fuerza de los Stephen radicaba en su debilidad". Y esta sentencia que inspiraría demasiadas palabras la resumiré, con la escasa capacidad de síntesis que se me conoce. La belleza de Vanessa y Virginia, entendiéndose el término como una aura de atracción que supera lo físico, reside a mi modo de entender, en su encandiladora mirada, su pose en el mundo, una forma de sentir que conduce a la fragilidad de los seres y nos empuja a querer protegerlas bajo el ala maternal que todos poseemos. Pero fragilidad, he de aclarar, no es sinónimo de debilidad, aunque a veces conduzca a ese callejón sin salida. Frágiles (cuya raíz es lo sensitivo y la sensibilidad) las Stephen han podido perpetuarse a través de su obra, pictórica y literaria, guiadas por una forma de ver y contar que les es propia y que, por fortuna divina, nos ha sido heredada en sus múltiples creaciones.

Quizás me aventuro demasiado pero creo que Ortega se sentiría orgulloso al escribir que estas dos mujeres han cumplido con los mandatos de su existencia, si es que el abrupto destino, cabe en las infinitas posibilidades de lo vital. En cualquier caso, que valga de cierre este hurra por aquella infancia que pergeñó tanta creatividad.

domingo, 26 de julio de 2009

Fashion Victim

Pocas veces puede presumir un dicho de entrometerse en la realidad sin apelar a las ambigüedades. Recientemente me he topado con una leyenda que me ha hecho creer que lo de las "fashion victim" se puede aplicar más allá de las excentricidades de algunos locos por la moda. Este anglicismo es un término muy dado a la burla. He de admitir que alguna vez lo he aplicado reconociéndome demasiado ignorante en las materias de corte y confección como para entender ciertas apariencias estrambóticas.

Sin embargo, lo de ser unas "fashion victim" se nos revela hoy como una verdad bastante hiriente y nada jocosa, si aplicamos el dicho a muchas de las trabajadoras de las fábricas de los años 40. Cuenta la leyenda hollywodiense que en aquellos años dorados, las mujeres querían parecerse a una de las actrices pin-up más atractivas que ha dado la industria: Veronica Lake. Para las trabajadoras de las fábricas, sin duda, su industria era menos glamourosa y los tejemanejes de su labor no daban chance a la belleza.

Dicen que fueron muchas las que quisieron imitar el original peinado de la señorita Lago, es decir, Mrs. Lake. El hermoso cabello de Veronica descendía hacia sus hombros como un oleaje rubio y una de aquellas ondas doradas le tapaba de forma sibilina el ojo izquierdo. Aquel pelo revirado le confería una especie de parche natural que potenciaba su atractivo. Con tal derroche de creatividad y misticismo fueron muchas las jovencitas que quisieron velar su mirada con el flequillo. Claro que, para ellas, el trabajo en la fábrica se complicaba de forma alarmante. Tal fue el sabotaje laboral y los incidentes que el dichoso peinado causó en las fábricas que los empresarios se vieron abocados a legislar sobre moda: se prohibió lucir melenas que complicasen la visión, ya fuese del ojo izquierdo o del derecho (para las que querían ponerle un toque innovador).
Los más tremendistas aseguran que el dichoso look causó algún fallecimiento. Desconozco la verdad de estos últimos sucesos. Lo que sí sé es que ellas fueron unas auténticas fashion victim, inmersas en el prefabricado universo hollywoodiense. Todavía me estremezco (no sé si de alegría o de tristeza) al pensar que hubo un tiempo en el que el cine era el Sol en torno al que giraba media Tierra. Una fábrica de anhelos, un espejo frente al que llorar y reír, frente al que cantar y bailar. Un lugar para soñar con el amor, con el primer beso, con la belleza. Un hermano mayor al que imitar, al que seguir, como perros tras una cometa.

miércoles, 22 de julio de 2009

Volver a casa con T.S. Eliot

La lluvia en Galicia también es noticia. O al menos aquí, en este maravilloso "micro-clima" morracense del que tanto presumimos. Porque, a veces, hasta la meteorología estival falla y ninguna privilegiada ubicación planetaria nos libra de ese rezongar de los cielos más propio del mes de abril.
No quisiera aferrarme a los típicos argumentos de que la semana pasada estaba en chancletas, caminando bajo un sol amodorrante, y hoy he tenido que desempolvar mis botines, que yacían olvidados, como el arpa de Bécquer, en un ángulo muerto de mi habitación. Tampoco diré que es por miedo a perder el bronceado, ya que lo mío es un amarillo tipo "Simpson" que permanece constante todo el año.
Creo que me incomodidad se debió, más bien, a una cuestión de agilidad con el paraguas. Siempre cuesta reconocer las torpezas de uno y esta Trilby que les habla es muy poco mañosa con estos artilugios impermeables. Cuando no los olvido, directamente me niego a portarlos y darles un paseo. Pero por caprichosos azares, esta mañana sí tenía tal predisposición. Y no entiendo todavía si fue por falta de costumbre o por incompetencia innata, pero por la calle íbamos como pegándonos con los dichosos alambres. En la sucesión de encontronazos probé a capear las embestidas, ¡pero no hubo manera! Aquello parecía una justa medieval y bastante desequilibrada: nada tenía que hacer mi diminuto paraguas -plegable hasta la última varilla- contra los formatos tipo sombrilla. Y así, esquivando charcos, abuelas con pocos reflejos y niños con Katiuska dispuestos a chapotear en los márgenes de las aceras, tuve ganas de rendirme y dejarme mojar, como cuando éramos niños y el posible resfriado era sólo una preocupación de los mayores...

Pero lo cierto es que este tránsito de pensamientos y torrentes, paraguas y más paraguas cruzándose y clavándose, es parte del sortilegio natural de la tierra. Y que una Feria del Libro que se estrena sin lluvia, tampoco tiene encanto. Y que Xosé Carlos Caneiro, al pronunciar con semejante vehemencia su pregón inaugural, despertase los vientos y las lluvias de todos los puntos cardinales también tiene su "aquel", casi místico.
Con todo, creo que hoy sentí que volvía a casa por primera vez en mucho tiempo. Que regresaba, de aquella forma tan singular que T. S. Eliot rezaba en sus palabras: "Recorrer muchas carreteras/ volver a casa/ y verlo todo como si fuera la primera vez". Fue como si nunca antes hubiese contemplado ese maravilloso espectáculo del agua borbotando desde las nubes para morir a mis pies, para ahogarse, un poco más allá, en el mar de la Ría de Vigo y alimentar su calado con la belleza del cielo azul.

jueves, 25 de junio de 2009

As time goes by


Existen determinadas "verdades" que a fuerza de ser repetidas parecen incuestionables. Una, que con este tipo de axiomas suele ponerse un tanto escéptica al tiempo que afila el pronto felino para el debate, reconoce su total incapacidad para negar que Casablanca, el clásico de Michael Curtiz, tiene la magia de lo inmutable, de lo que trasciende.
Esa química mística no se debe a un único elemento: Ni el ebrio lloriqueo de Bogart, ni el coqueteo innato de Bergman con la cámara, ni el exotismo de Marruecos, ni el Rick´s, ni el Loro Azul, ni el salvoconducto hacia el adulterio, constituirían tal éxito por sí solos... Encima, para delicia de los espectadores, gozamos de un elemento más que glorifica ese conjunto de gracias que el filme recoge: Sam, es decir, Dooley Wilson, el piano, As time goes by... Nada importa que, en realidad, además de cantar, Dooley Wilson sólo supiese tocar la batería y únicamente tuviese capacidad para amagar ante las teclas del piano cuando el personaje de Bergman le suplicaba "Play one, Sam". Lo importante era estremecerse con ese amor ahogado entre las notas de una melodía que hablaba de otro tiempo... lejano y, por tanto, anhelado.
El As time goes by que a continuación se muestra, es una magnífica versión de Natalie Cole. El adjetivo se lo coloco por méritos: les aseguro que a esta Trilby le cuesta muchísimo renunciar a los originales. Pero, sin olvidar a aquellas voces de la película, Natalie Cole recobra aquel espíritu del París olvidado, lo funde con el jazz y su voz de algodón... y el tiempo pasa... y un "kiss" es sólo un beso... o quizás no...


miércoles, 24 de junio de 2009

Una de síndrome de Stendhal. La mordaza a Manet

Muchas veces he sentido una catarsis emocional ante la belleza, en demasiadas ocasiones me ha dado vértigo la presencia inmutable de una obra pictórica que frente a mis ojos, se burla de mi flaqueza. Su armonía impertérrita, sus siglos de historia frente a mi puñado de años vividos, me reducen a ceniza.
Yo no quise confesarlo cuando mi acompañante, en aquella primera visita al Museo Nacional del Prado, me veía algo acomplejada y acobardada frente a los brochazos que centenares de años antes había dado el mismísimo Goya en aquellos lienzos. Cómo admitir, además, que soy tan vulnerable que tampoco concebía ante mis ojos el autorretrato de Velázquez, condenado a pintar eternamente a la familia real desde el fondo de la habitación mientras ve al espectador que transcurre por el habitáculo sin percatarse de que aquel rostro del pintor jamás envejecerá. Por no hablar de mi delirio, en aquel cubículo dedicado a El Greco, con sus confusas proporciones, con ese estiramiento de los rostros que parecen prolongarse de pura languidez entre entierros y caballeros con la mano en el pecho. Nadie me explicó que me asedió el síndrome de Stendhal que, como el escritor que da nombre a la enfermedad, padecí ese devaneo delirante al caminar por la calle tras una indigestión de Arte mayúscula. Ansiedad, lo llamarían algunos, pero no fue el estrés el que produjo aquel vuelco de los sentidos. Fue más bien la hermosura, ver que cobraban vida aquellos recuadros que en los libros de texto de la escuela servían de víctimas del bolígrafo en las horas de aburrimiento: Ahora le hago un vestido a la maja, ahora dibujo un mostacho sobre la Gioconda -garabateaba, inocente de mí, sin darme cuenta del maremágnum que me invadiría al contemplar en vivo ese choque de líneas en movimiento, ese batir de los colores, esos puntos de fuga por los que uno desearía hacerse inmortal, infinito. Juro que esa recreación de los volúmenes, del espacio, el aire mismo contenido en los cuadros me hizo creer, al menos por un instante, que la única imagen bidimensional y plana era yo. Lo dicho: Zozobra entre mis carnes y los ojos ciegos, empachados de tanta belleza. No miento. Seré una loca afligida, pero comparto con Stendhal aquel verter el alma en cada paso. Abrumada, confusa...


La traición francesa y la censura a Manet
Permitidme, pues, que me confiese cobarde. Irremediablemente cobarde. Espío tras el papel lo que mis ojos no pueden asimilar ante ellos. Busco el rival de mi tamaño y huyo de los colosales lienzos colgados en las pinacotecas para rastrearlos silenciosa y achantada por las páginas perfumadas de un libro de arte. Admito que me siento más segura, menos intimidada, como si fuese una lucha de igual a igual. Así me topé con La ejecución de Maximiliano de México, de Edouard Manet, una obra de 1868.

Las observaciones y curiosidades que se suceden en estas líneas no han nacido, evidentemente, por ciencia infusa en la cabeza de esta humilde espectadora poseída por Stendhal que jamás cursó una asignatura de Historia del Arte. El concienzudo análisis de los matices de esta obra pertenece a Rainer Hagen, autor de los libros Los Secretos de las obras de arte, dos agradables tomos recogidos por la editorial Taschen. En un simple vistazo, es evidente el parecido de la obra que nos ocupa con Los fusilamientos del 3 de mayo de 1808, cuadro que, por cierto, siempre ha despertado en mí confusiones y perturbaciones varias. Así que, cuando me topé con este Manet reivindicador que no había conocido hasta entonces, es evidente que me entró una especie de flechazo patrio y el recuerdo de Goya flotaba en la atmósofera del propio cuadro. Averigüé después que la similitud de la composición no es baladí, como señalan Rainer Hagen “las correspondencias temáticas en ambas pinturas no carecen de ironía: los patriotas revolucionarios son las víctimas en el caso de Goya y los verdugos en el de Manet, pero siempre participan los invasores franceses y en ambos cuadros el responsable es un Napoleón.” Por ello, con la sorna y la estilosa capacidad que sólo puede poner un artista como Manet, los rasgos del ejecutor de Maximiliano [en la parte derecha] están pintados emulando el rostro del propio Napoleón III (perilla, nariz afilada...) apodado “el pequeño” por sus detractores, un remoquete con el que intentaban ningunear la ambición desmedida del ególatra emperador y sus anhelos dominadores, reflejados, entre otras acciones, en su ascensión al trono a través de un golpe de estado y su autoproclamación como emperador francés. Observando la actualidad, parece que el complejo de "enanos" persigue a los políticos galos tanto como su desmedida ambición y sus delirios de grandeza. Que se lo pregunten si no al "mico Sarkozy" que intenta resolver sus problemas de estatura con una Bruni que le de sombra a sus rivales, cuñas en los zapatos y parafernalias en Versalles

Puntos suspensivos a parte, en el cuadro, el personaje-ejecutor de gorra roja al que nos referimos se mantiene con un toque de caballero impasible al sonido de los disparos que están acabando con la vida de los generales conservadores Miguel Miramón y Tomás Mejía. Parece abstraído mientras prepara la carga que aniquilará al emperador Maximiliano, el personaje que ocupa el centro de los tres condenados. Puede que Manet nos hablase de la impasividad del propio emperador Napoleón III, traicionero, vil, embustero... digno de todos los adjetivos peyorativos que definen a un malhechor estereotipado. No es para menos: Manet pretendía reflejar que la muerte de Maximiliano, sin duda, reflejaba la inacción del propio pueblo francés y el lacónico y principal mensaje del cuadro “Francia es la que ejecuta a Maximiliano”.

Quizás por este sucinto pero claro y provocador mensaje Manet falleció sin que su cuadro pasase jamás la censura, con recomendaciones más o menos amables en las que se destacaba la excelencia pictórica de la obra al tiempo que se resaltaba la inconveniencia de la exhibición de un cuadro de estas caracterísitcas subversivas en los convulsos años de la Francia imperial. Su propio amigo Emile Zola comentaba que “se comprende el espanto y la irritación de los censores (…) Un artista ha osado presentarles una ironía tan cruel: Francia fusilando a Maximiliano”.
Probablemente Manet hubiese hecho más sencilla la publicación de esta obra si mantuviese, como en las pruebas iniciales, los trajes mejicanos en los verdugos. Porque la clave de este cuadro versa precisamente en los uniformes de los ejecutores, aparente incongruencia que denuncia la traición del pueblo francés al emperador Maximiliano. Un drama que copó las páginas de los periódicos europeos y que culminó aquel 19 de junio de 1867 cuando un pelotón de ejecución republicano fusiló en la ciudad de Querétaro al archiduque austriaco y a dos de sus generales. La explicación a la denuncia del embuste napoleónico y su salida de México haciendo gala de sus despedidas a la francesa hay que buscarla en la historia. Maximiliano había sido emperador de los mexicanos durante tres años, gracias al apoyo convenenciero de Napoleón III (quien le ofreció como escudo las tropas francesas desplegadas en México) y a una minoría conservadora. La figura del emperador Maximiliano, de un talante más liberal de lo que sus partidarios estaban dispuestos a asimilar en sus encorsetadas mentes, junto a la ascensión a la presidencia del reformador Benito Juárez y el siempre triunfal apoyo de los Estados Unidos, crearon un vacío de poder que remató con la abdicación forzada del emperador austríaco y su posterior ejecución. A Napoleón III, interesado en la riqueza de México y en cotejar enclaves estratégicos, le pudo la presión de las relaciones internacionales y su endeble protección a Maximiliano se esfumó en cuanto fue necesario reclamar la vuelta del ejército galo para proteger el Rhin de la latente amenaza de Prusia. No hubo suerte para el que había enriquecido sus cimientos con el aliento de un puñado de aprovechados y Maximiliano, conservando una honestidad digna de elogio (y por otro lado absurda, por sus consecuencias) se negó a huir con las tropas francesas y asumió su papel de Jesucristo ya que, como aquel, se sintió “traicionado, engañado y despojado”.

Precisamente, Rainer Hagen recuerda que Manet comentó en alguna ocasión su atracción por la figura de Cristo en la Cruz “¡Qué símbolo! La imagen del dolor” y sus ganas de pintar algún día tan profusa estampa. Puede que en cierto sentido se quitase la espinita cuando falseó deliberadamente la sangre en las manos de Maximiliano y uno de los generales ejecutados junto a él: “la mano izquierda, agarrada a la de Miramón, presenta rastros de sangre, aunque las balas acaban de salir por el cañón de los fusiles. Un detalle que no es realista y pretende recordar las heridas de Cristo, los estigmas en las representaciones tradicionales de la crucifixión”. El propio sombrero que corona la cabeza de Maximiliano emula la propia corona de espinas bíblica e irradia la luz de una aureola santificada.



Por si fuera poco, uno de los detalles más horribles es la masa de espectadores sobre el muro. Si en el cuadro de Goya espanta el fondo ocupado por un grupo de personas que espera su ejecución mientras contemplan el asesinato de sus compatriotas, en el cuadro de Manet, la estancia grotesca la ocupa la gente que en el muro contempla la algarabía mortal como si asistiesen a una corrida de toros. Observan, azuzan, vitorean excitados el olor de la carne chamuscada.

Dicen que la fotografía es el anclaje de la memoria... obras como La ejecución de Maximiliano de México alivian la frustración de lo injusto, de lo silenciado y aupan una denuncia, un quejido que ni el recuerdo ni la historia pueden llegar a enmendar.