lunes, 24 de agosto de 2009

Los Brontë y Cumbres Borrascosas

La trágica nebulosa que envuelve la vida de la familia Brontë es algo que resulta atrayente, especialmente a los espíritus dados al dramatismo. La muerte fue, en todo caso, un fantasma prematuro que no dudó en esgrimir sus garras con los miembros del linaje: primero falleció la madre y luego le siguieron las dos hermanas mayores. Por otra parte, el único varón, el talentoso Branwell, tampoco tardó en perecer a causa de su adicción al alcohol y al opio. Las supervivientes, Charlotte, Anne y Emily no sólo padecieron la desdicha de la pérdida sino que compartirían ese destino temprano: al igual que sus hermanos, ninguna superó los cuarenta años. En el caso de Emily, la tuberculosis forzó su despedida terrenal a los 30. Pero algo de aquella negrura familiar y muchas de las tristezas, así como las momentáneas alegrías (especialmente evocando un pasado que fue mejor que el presente) quedaron tatuadas en las páginas de su novela, Cumbres Borrascosas. En el prólogo de la colección Grandes Escritoras (de RBA), Carmen Posadas señala al respecto que “este triste destino familiar iba a tener enorme influencia en la obra de las Brontë, que siempre vivieron bajo la amenaza del sufrimiento y la pobreza”.
Y es que decir de una novela que es una de las mejores del siglo XIX suena tan rimbombante que nos sitúa en un plano casi descreído. Pero la innovación narrativa que Emily volcó sobre Cumbres Borrascosas no deja lugar a dudas. Esta fuente de originalidad radica especialmente en tres ámbitos: el deleznable y contradictorio carácter de los protagonistas, Catherine y Heathcliff (que huyen constantemente de su sino feliz); el amor entre ambos, cuyo agravante no es tanto su condición de hermanastros como el talante destructivo que se profesan; y la extraña evolución narrativa, que arranca en el presente y se desarrolla en el pasado (con continuas alusiones a hechos no acontecidos que desvelan parte de la negrura del relato) y que aparece deshilvanada por dos narradores.
Ya en las primeras páginas se describe a Heathcliff como “gitano de tez aceitunada”, que en honor a los poemas de Lorca y, a pesar del anacronismo que los distancia, posee toda la marginalidad de los protagonistas de aquellos versos. Catherine, su enamorada y alma gemela, es una niña a bien, repulsiva, altanera y egocéntrica. Sus escasas dosis de bondad versan sobre Heatchcliff, ese niño desaliñado que su padre encontró desamparado. El amor y la complicidad entre ambos crece al ritmo que sus cuerpos y sus defectos. Buena prueba de ello, es este fragmento en el que Catherine se sincera sobre sus sentimientos (a pesar de que finalmente se casará con el apuesto Linton, mejor partido que su amado). “Sea cual fuere la sustancia de la que están hechas las almas, la suya y la mía son idénticas, y la de Linton es tan diferente de ellas como puede serlo un rayo de luna de un relámpago o la escarcha del fuego”. La única razón que esgrime para no casarse con su hermanastro es que él “me degradaría”, dada la diferencia de origen entre ambos.
Esta relación frustrada es el esqueleto que da consistencia a las desgracias que generación tras generación acaecen sobre las personas que habitan Cumbres Borrascosas, una propiedad que se degradará con el tiempo, como el propio carácter del protagonista, Heathcliff. La bipolaridad entre el bien y el mal se establece entre las dos propiedades vecinas y se acentuará con los años: Cumbres Borrascosas es lúgubre e inhóspita, La Granja de los Tordos, representa a Linton, un personaje adorable y bondadoso que se ve relegado a la condición de amante no correspondido.

La muerte prematura se ceba con varios personajes, la diferencia de clases aviva la ambición de los frustrados y todo se conjuga en un fuego narrativo que invade las páginas y que hará sobrevivir la pesadumbre sobre la momentánea felicidad. La comparativa del “yo” contra el mundo es una relación cruel que siempre acaba en derrota. Un cáncer que devora lo propio, se ensaña con la autoestima y para el “gitano” es el espejo mismo de su miseria.
La novela, en general, tiene eso de costumbrista que siempre seduce: los elementos entran en el relato con la naturalidad de lo que es conocido o, cuando menos, reconocible. Es deliciosa y entretenida, a pesar del áurea de negrura que destilan sus letras. El grueso de la narración, a través del ama de llaves, imprime cierta nostalgia hacia un pasado que siempre resulta mejor que el presente. La minuciosidad de los detalles otorga a la novela abalorios narrativos y riqueza expresiva. Por su parte, otro de los personajes, el señor Lockwood, aparece como el primer narrador, descriptivo e intuitivo; aunque en el desarrollo de la historia adquiere un talante secundario y se convierte en una especie de “lector dentro de la novela”: cuestiona, pregunta, se interesa y curiosea. Hasta el final no volverá a adquirir su condición de narrador.
Y para zurcir las últimas páginas, el final feliz no es del todo consumado: la frustración siempre está latente o cuando menos, la felicidad nunca es completa o siempre queda manchada por cierto misticismo. Los fantasmas del pasado y una intención matrimonial que no llega a explicitarse llena al lector de dudas ¿será que algo oscuro y perverso impedirá esa unión? ¿son los de ahora la huella espectral de los de antaño? ¿Habría una segunda parte de esta novela?
La única certeza es que, tras la lectura de Cumbres Borrascosas, uno tiene la sensación de haber leído algo más que una Gran novela, algo más que una historia inventada. El lector cree haber rozado la realidad y la vida de aquella taciturna y mutilada familia de Yorkshire: los Brontë. Y es que, como Roland Barthes comentó alguna vez, toda autobiografía es ficcional y toda ficción es autobiográfica.

2 comentarios:

Anónimo dijo...

A miña pequena galeguiña!! pensei que te esqueceras q neste blog tes fieis seguidores!! e agora teño q poñerme ó día!!

Un saúdo e un bicazo!

Marta

Trilby dijo...

Graciñas Martiña!!
Un biquiño grande,grande (aínda que sexa unha contradicción!) ;)