domingo, 28 de noviembre de 2010

Cuando la libertad se llamaba 'tupperware'

En literatura hay toda una mística sobre el retorno. Al igual que transmite lúcidamente el tango de Gardel, 'Volver' puede resultar una experiencia demasiado dolorosa porque enfrenta al ser humano con uno de sus más temibles enemigos: el pasado.


Y es que, los lugares parecen poseer una cualidad especial para retener la nostalgia, para suspender las vidas en ese punto exacto donde uno las dejó. Enfrentarse a ese recuerdo es la última etapa de la huida ya que, por lo general, cualquier partida que busca el olvido acaba irremediablemente en el regreso. En esas está Natalia, el personaje que Montserrat Roig construye en su Tiempo de Cerezas. Catalogada como novela "del desarraigo y el retorno" esta obra le valió a su autora el premio San Jordi en 1976. Después de varios años de exilio voluntario, la protagonista, Natalia, regresa a su Barcelona natal con la muerte de Puig Antich como telón de fondo. Allí percibe las contradicciones de una sociedad en proceso de transformación que sigue contagiada por ese germen de nauseabundo olor a rancio, perfectamente reflejada en su familia burguesa, que es incapaz de depurar las heridas y los silencios que llenaron de fantasmas y represión su propia casa.
Uno de los grandes atractivos de esta obra es cómo a través del relato el lector va percibiendo los símbolos de toda esa generación mutilada por una educación sectaria, obligada a enmudecer ante una autoridad deslucida y sin argumentos que acabó inculcando en los supervivientes su inestimable herencia de silencios y desigualdades. Cada personaje salvaguarda la identidad de ese tiempo que ahora podemos contemplar desde una perspectiva lejana, como hijos de una nueva etapa que por entonces ni siquiera se había construido. Tiempos en los que Elena Francis representaba la cara más accesible de la libertad para mujeres que, escudadas en el anonimato de la radio, bombardeaban a este singular personaje con las dudas que nunca se les había permitido decir en voz alta. Y aunque los consejos no desentonaban de la prosaica educación que recibían, quizás el mero hecho de ser protagonistas, aunque fuese de una manera efímera, les hacía ser alguien en aquella sociedad que se empeñaba en homegeneizarlas, como si todas fuesen la misma cosa.





El afán de denuncia de la situación de la mujer es el estribillo de una obra en la que, por encima de la idea de retorno, subyace la desesperación de quien está atrapado en una moralidad asfixiante. Las mujeres de aquella generación fueron las verdaderas víctimas de este estado. Mujeres para las que la modernidad y el progresismo era que sus maridos les dejasen hacer reuniones de tupperware. Mujeres de femenidad herida, abocadas a contener sus aspiraciones en el corsé que primero apretaban las monjas y luego ajustaban los maridos. Mujeres para las que El útimo tango de Marlon Brando era lo más cerca que podían estar de hablar del sexo sin más tapujos que el rubor de cortesía para la época. Amas de casa escudadas bajo el tejado de sus casas, con la obsesión de mantener en orden aquel "reducto del amor perdido". Mujeres obligadas a divertirse comprando la ropa de sus esposos, aprovechando la excusa de las tiendas para poder reunirse sin remordimientos. Y en medio de todas ellas, Natalia, el bicho raro, perteneciente a esa "generación de la pastilla" que se asombra ante las que confiesan que "sólo quieren ser madres". La protagonista es un islote en un mar de conformismo y resignación. "He vuelto con afán de comprender, se decía Natalia, y no entiendo apenas nada".


En este sentido, la mujer y la libertad, a través del idioma, constituyen el epicentro temático en la obra de Montserrat Roig. Y, para las mentes sensibles, no lo hace desde el punto de vista de los reproches sino desde la autocrítica. No en vano, en Dime que me quieres aunque sea mentira, reconoció que “sin Franco, sin las monjas, la escritora también hubiera necesitado escribir”.

Roig hace gala de una narración salpicada, mezclando los recuerdos con el presente, enseñando que el pasado es un amigo tan inoportuno como rencoroso. Además, su escritura 'de corrida' en la que los diálogos y la voz descriptiva se mezclan con frescura, salvan la distancia de un narrador en tercera persona y transmite la espontaneidad de aquello que uno se cuenta a sí mismo. La manera en que desgrana sus vidas, de forma salteada, va conformando su unidad y encajando como un puzzle con el avanzar de la lectura. Y es que, por mucho que se empeñen las flechas del tiempo, ninguna vida es lineal.

Al igual que la narradora admira en Proust esa forma de valorar las cosas por su significado, en Montserrat Roig hay una sinceridad lúcida y consoladora que enseña a apreciar la vida no sólo por lo que es, sino por lo que evoca e inspira. Con una narración cálida y roja, como las cerezas maduras, la escritora catalana reconstruye un atormentado y enriquecedor viaje al pasado, que no es distinto al que todos realizamos cuando nos atrevemos a mirar a los ojos a la persona que fuimos.

sábado, 20 de noviembre de 2010

'Sexo por compasión', una impecable ópera prima

Cierto tipo de películas están fomentando la frigidez emocional del espectador. Algunos creen que hacer cine es como comer pipas y, una vez dominada la técnica, ya tienen asegurado el automatismo. Para evitar la hinchazón de labios a causa del exceso de sal, es mejor recuperar esas cintas que, extrañamente, consiguen que la memoria segregue un agradable recuerdo. En este sentido, Sexo por compasión es una película tangible, que aporta algo real e innovador y pertenece a ese selecto plantel de producciones que se quedan enredadas en la lengua para hacerse recomendables.

Comedia estrenada en 1999, Sexo por Compasión fue la ópera prima de Laura Mañá, directora, guionista y actriz, que algunos recordarán dando vida a la dogmática miliciana de Libertarias (1996), que atolondra a un grupo de prostitutas con un encendido discurso sobre dignidad y camaradería.








Y es que son muchos los atributos de Laura Mañá y casi todos están condensados en este primer trabajo. Como guionista hay que reconocer en ella una indudable capacidad para recrear un mundo propio y reflejar un estilo que guarda muchos parentescos con el realismo mágico. Sexo por compasión es un buen ejemplo de esta faceta creativa. Ambientada en un tiempo indefinible, en un pueblo descolorido que ha perdido el entusiasmo, la profundidad de los personajes y ese toque hiperbólico de su carácter inducen a un ambiente surrealista, al estilo de Amanece que no es poco, pero sin el punto histriónico de la película de José Luis Cuerda.




La actriz María Barranco, al hilo de su interpretación en el último trabajo de Mañá, La vida empieza hoy, confesaba en una entrevista que gracias a su formación interpretativa esta directora cuida a sus actores y no los trata como "muñecos". No en vano, al frente de un sólido reparto, con Elizabeth Margoni a la cabeza, en Sexo por compasión consigue que la profundidad de sus personajes no quede eclipsada por la popularidad de actores tan reconocibles como Álex Angulo, Pilar Bardem, Mariola Fuentes o Pepe Sancho. En este plantel de figuras, debo reconocer mi debilidad por una Elizabeth Margoni que hace increíblemente creíble un personaje como Dolores, esa católica ferviente que, impulsada por sus deseos de amor al prójimo acabará regalando lo prohibido... hasta el punto de convertir el pecado en una obra de caridad. Margoni es el cuerpo generoso que irradia dulzura yla voz que en cada frase entonada seduce al modo de un canto de sirena. Su cara angelical y esa resignación bondadosa que consigue transmitir constituyen gran parte de su acierto interpretativo. Todo ello, sumado a la atemporalidad de la narración y a unos personajes tan cautivadores y fantásticos como la vieja Leocadia -obsesionada por retratarse cada mañana en una nueva fotografía-, la lospareja de enamorados sin más ruegos a San Antonio que valor para confesar sus sentimientos y ese displicente universo masculino -que emplea como pilares el papel del cura y el del marido- corroído por la santidad de Dolores. Todos estos personajes sustentados en el áurea de la protagonista, cuya capacidad de entrega parece no tener límites, recrean un cruce de relaciones hilarante hasta el punto de que la acaban elevando a la categoría de mártir. Una mártir moderna que carga con abnegación las patologías de sus singulares vecinos.



Las preguntas, cargadas de moralina, no tardan en emerger ¿Cómo sería una santa en el siglo XXI? ¿En qué consistiría su generosidad? ¿Sería vista la bondad extrema como un acto de soberbia? Divertida e irónica, el personaje de Dolores se acaba convirtiendo en una especie de Meca cristiana a la que todos deben visitar. Pero, como es sabido, la perfección no es bien acogida siempre, ni siquiera en esta suerte de Macondo cinematográfico. En ese toque disparatado y a la vez tan verosímil está toda la fuerza creativa de Mañá y gran parte de su maridaje con el realismo mágico, que no está reñido con el afán reflexivo que se resguarda en el fondo de la película.



Por su parte, el protagonista masculino y marido de la Santa, encarnado por Pepe Sancho, viene a ser una imitación del José bíblico, condenado a vivir a la sombra de una virgen. Sin embargo, ayudado por su carácter, medio áspero, medio sentimental, acabará demostrando que detrás de una gran mujer bien puede esconderse un hombre profundo abochornado por la grandeza de su cónyuge.





En el apartado técnico, el realismo mágico se refleja en un juego de luces que recuerda la fábula y el oportunismo que Victor Fleming empleó en El mago de Oz, pasando de una vida en escala de grises a otra de intenso color motivada por la hilarante acción de los personajes. Con este tipo de rasgos, Laura Mañá muestra que es atrevida y eficiente, adjetivos que no siempre van de la mano. Y es que Sexo por compasión es una comedia en la que no sólo se habla de un guión cuidado y de unos protagonistas perfectamente definidos, sino que tratamos una composición de planos pictóricos en los que la fuerza de la imagen sustenta la narración sin necesidad de diálogo, como muestran los primeros minutos de la película.


En definitiva, en su faceta como realizadora Laura Mañá es imaginativa y soprendente y hace al espectador partícipe de un mundo interior rico y profundo. De una indudable calidez, esta ópera prima consigue una factura envidiable definiendo las pautas de un estilo propio, que muchos no han sabido proyectar a lo largo de toda su vida profesional. Tierna, fantasiosa y cómica de principio a fin, Sexo por compasión es una excelente ventana por la que contemplar el cautivador universo de esta directora.

lunes, 8 de noviembre de 2010

Poética del viento

En el temple y la inacción anida cierta muerte, al menos para el poeta. En palabras del Julio César de Shakespeare "la quietud, enferma de reposo, desesperada quiere volcar las cosas". Así que los histriónicos e hiperactivos como esta Trilby han tenido este lunes réplica metereológica y han hallado cierto alivio emocional en ese revoltijo de bufidos salidos de los labios del señor Eolo. Porque más que el frío, más que la amenaza constante de lluvia, lo que se ha impuesto es ese improperio de la ventisca, ese cegar los ojos y mover las cosas, ese verter lo inerte y helar lo que está vivo.

El viento ha conseguido desnudar a los árboles de un plumazo. Ellos, que aún conservaban con remilgo las vergüenzas de la primavera, han sido sacudidos por esa ráfaga de otoño que los ha dejado de una vez con el tronco expuesto a los caprichos de la estación.

Y es que este lunes, antes que agua, han llovido hojas secas. Es la poética de este otoño subrepticio que se ha eregido repentinamente ante nuestros ojos. Las calles han vuelto a recoger los cuerpos ateridos de los que madrugaban para caminar con la cabeza entre los hombros intentando engañar al frío. Otros han tenido que esquivar los carteles publicitarios de quioscos y negocios, que volaban reclamando su minuto de gloria. Algunos, incluso, han sido brutalmente atacados por hojas de periódico que se abrazaban a sus rostros buscando consuelo... mártires diarios que han vivido esta jornada empachados de visitas papales y milagros.




Día, pues, para enredarse a la manta y emborracharse de caldo, para tener al fuego la cafetera y dejar que sus jugos nos abrasen por dentro mientras el viento hace lo suyo arañando los cristales, recordándonos su irreprochable inmensidad. Y es en ese recogimiento, en esa búsqueda de protección hogareña es cuando nos subimos a lomos del otoño sin calentamiento ni preámbulos. Por una vez, parece que los preliminares han perdido todo el romanticismo y que, vareados por el bufido otoñal, hemos abrazado el equinoccio con la intensidad de un reencuentro frugal que apenas acontece una vez al año y que, como todo lo realmente bello, es común a todos los mortales.
¿Que por qué me gusta el otoño? Porque nos pone un paso más cerca de una nueva primavera.

jueves, 4 de noviembre de 2010

La lucidez del filósofo

Sobrecoge pensar en la gran capacidad intuitiva de algunos filósofos griegos. Asusta más aún asomarse a la gran cantidad de descubrimientos y de informaciones que estos sabios legaron a un mundo más preocupado en domesticar la razón que en tratar de comprenderla. La comparativa puede resultar un agravio poco alentador para el ego del común de los mortales y, en el caso de Empédocles, deja a los médicos e investigadores del siglo XIX en un campo de desfase nada halagüeño.

Y es que este siciliano nacido entre los años 495-490 antes de Cristo sentó las bases de uno de los grandes descubrimientos más notorios sobre el funcionamiento del ojo humano: Los conos y los bastones, que son células fotosensibles que forman parte de nuestro órgano visual. Los primeros, son los encargados de captar las diferencias cromáticas -basadas en distintas longitudes de onda para los que están "especializados"- y los segundos, captan la luminosidad, lo que nos permite ver por la noche y lo que explica que en bajas condiciones de luz no distingamos colores (los conos inhiben su acción). ¿Y cuál es la conexión entre estas células y Empédocles?


Con grandes dosis de romanticismo y con la privilegiada posición que permite comparar estos descubrimientos desde el presente podemos pensar que Empédocles ya intuyó parte de nuestro mecanismo de visión cinco siglos antes del nacimiento de Cristo. Mientras que serían muchos los que en épocas futuras defenderían que es el ojo el que irradiaba luz sobre los objetos permitiendo su visión, el filósofo intuyó que había algo dentro del propio órgano ocular que nos permitía ver.

Y es que en tiempos presocráticos, Empédocles atajó la polémica entre el "nada cambia" que defendía Parménides y el "todo fluye" de Heráclito. Para él, ambos filósofos erraban y acertaban en algún punto de su razonamiento: si bien es cierto que algo está en constante cambio, también lo es que hay algo que permanece inmutable. Ese algo son las cuatro raíces de la naturaleza: aire, fuego, tierra y agua. Los cambios en el entorno se debían, por tanto, a las diferentes combinaciones de estos elementos que se unían mediante una fuerza creadora (el amor) y se separaban mediante una fuerza destructora (el odio). Y esta teoría condujo a Empédocles a pensar que en nuestro ojo existían esos cuatro elementos y la visión resultaba del reconocimiento que, por ejemplo, la parte de fuego presente en nuestros ojos hacía respecto a la cantidad de fuego que componía los materiales. Y así con los otros tres elementos.

Si reducimos esas cuatro "raíces" a dos y les llamamos conos y bastones hallaremos la explicación que permite a nuestros ojos captar el color y la luz de los objetos. Que sería como decir, en una explicación mucho más imaginativa -y nada desatinada- que nos quedamos con el fuego, el aire, la tierra y el agua presente en las cosas que nos rodean.

Y es que, a pesar de que el mayor enemigo de la filosofía son algunos profesores de esta asignatura (empecinados en malgastar sus clases haciendo que los alumnos intenten captar el rumor de las olas en plena estepa) esta materia tiene aplicaciones tan prácticas y cotidianas que uno, por fin entiende, por qué estos pensadores conservan un nombre propio en la Historia.

sábado, 9 de octubre de 2010

Ecos de Rosa Montero en "Te trataré como a una reina"

Lo único reprochable a los primeros pasos literarios es que suelen translucir demasiadas vergüenzas al comprobar que, sobre el texto, persiste la intención de buscar una voz propia. Probablemente este sea el caso de Te trataré como a una reina (1983), la tercera novela de la escritora Rosa Montero -precedida por La función Delta y Crónica del desamor, ambas publicadas en 1979-, en la que la autora rastrea y experimenta con un estilo que, sin duda, desarrollará con mayor atino en novelas posteriores culminando en Historia del rey Transparente (2005) -bajo mi punto de vista, su mejor novela de ficción, en forma y contenido-.

Y es que Te trataré como a una reina es de esas narraciones tan temporales, que uno no puede leer de igual modo en el contexto de 1983 que en el actual. El mundo marginal que retrata, con un estilo narrativo inclinado hacia la novela negra, adolece de un vínculo muy estrecho con la generación que narra. Coqueteos esporádicos y tentativas de amor que buscan salvar amplias diferencias de edad cubren numerosas páginas de una sexualidad explícita y cruda, tan descarnada y desnuda como el alma de los protagonistas. Si bien hay que reconocer, el impacto de estas escenas sería mucho mayor para aquellos primeros lectores de los ochenta. No obstante, acertada en este sentido, los personajes huyen de la profundidad sometidos por su experiencia. Antonio -un atractivo y solitario funcionario entrado en la cuarentena cuya mayor aspiración es crear la esencia perfecta- encarna una de las figuras más atractivas y hondas de la narración: envuelto en una frágil seguridad que se nutre de un desmesurado afán de orden, cataloga y describe cada aspecto de su vida con la misma pulcra perfección con la que destila los ingredientes de los perfúmenes que tanto adora.

En Te trataré como a una reina Rosa Montero se permite experimentar y adopta un tono pesimista y decadente que pocas veces acostumbra a acompañar la entusiasta vitalidad de la escritora. Quizás este hecho se justifique por el diálogo que la obra entabla con el género negro norteamericano, alejándose de la sofisticación de los personajes y ambientes de la novela policíaca inglesa. Sin embargo, al margen de estos aspectos, en este libro ya se respira parte del éxito que encumbraría a Rosa Montero en las listas de ventas de nuestro país: un estilo sencillo, prudente, pero inevitablemente eficaz a la hora de describir sentimientos, con seleccionadas metáforas cuya precisión evocan al instante la imagen deseada.
Otro recurso frecuente en la escritora que aparece también en este novela es la fragmentación narrativa, generalmente a través de flashforward que consiguen anticipar manteniendo intriga y espectativas sobre el final de la novela. Una herramienta que empleará con gran dominio en los primeros párrafos de Historia del rey transparente: "Soy mujer y escribo, soy plebeya y sé leer y aunque mis palabras estén siendo devoradas por el Gran Silencio, hoy constituyen mi única arma". Un fagmento que sólo adquirirá sentido pleno inmerso en el desenlace.

Pero más allá de estos escarceos por el terreno de la crítica, Te trataré como a una reina es una obra consumible de principio a fin que si bien no ofrece el mejor trazado de su pluma, contiene el germen de un estilo y las claves que acabarán conformando la narrativa de Rosa Montero: fresca, sin florituras y, ante todo, humana.

'Two for the road' o el cine con mayúsculas

Para los verdaderos fans de Audrey Hepburn, aquellos que han sabido valorar la magia interpretativa de esta mujer inigualable -a pesar de que su verdadera vocación fue la danza clásica y de que su elevada altura (entorno a 1,70 cm.) la alejase de este sueño- y han podido apreciar la profesionalidad con la que asumía cada papel, la película 'Two for the road' (1967) es uno de los argumentos irrevocables para destacar su valía. Porque Audrey Hepburn era mucho más que elegancia y, sintiéndolo hondamente por todos esos "fashion victim" que coleccionan infinidad de abalorios con el rostro de la actriz, relegarla a ser la reina del glamour no sólo me eriza los nervios, sino que me sigue pareciendo una soberana estupidez destinada a enmascarar el genio interpretativo de una mujer tan versátil como carismática.


Y a colación traigo uno de sus mejores trabajos: 'Dos en la carretera'. Película que posee una maravillosa combinación de encantos: estupendo guión e inmejorables intérpretes, orquestados por una majestuosa dirección a cargo de Stanley Donen. Y todo aderezado con la música del sin par Henry Mancini, autor del popular tema 'Moon River'. Pero vayamos por partes.

La historia, que podría ser incluso vulgar, pretende resumir la vida de un matrimonio desavenido y hastiado, Mark y Joanna Wallace, que escudriñan su presente intentando aferrarse a un motivo para continuar su relación. El guión corre a cargo de Frederic Raphael, autor de 'Eyes Wide Shut', que en esta ocasión supo exprimir todo el jugo a su talento para elaborar una comedia que le llevaría a estar nominado a los Oscar, en la categoría de Mejor Guión Adaptado. Asimismo, el estupendo montaje, catalogado en la época como experimental, propone una yuxtaposición de escenas en las que descubrimos el pasado de este matrimonio utilizando como vínculo para los continuos flashback los vehículos con los que la pareja viajó desde que se conocieron. Nada sabemos de su hogar, ni siquiera conoceremos el rostro de su hija porque todo lo importante de su historia se extrae de la complicidad que existe entre ambos. Así, un objeto tan cotidiano como su coche, acaba siendo reflejo de una época, de su posición social y, sobre todo, de su relación, a la que vemos transitar desde la inocente felicidad de dos veinteañeros sin un duro que se desplazan en la parte trasera de una furgoneta, hasta los problemas de un matrimonio asentado, que rodando con su elegante MG, se pregunta en qué momento su amor comenzó a deteriorarse.


-Mark: ¿Qué clase de personas pueden sentarse enun restaurante y no decir palabra?

-Joanna: Los matrimonios.

[fragmento del guión]


Con este argumento, algún lector podría recordar la película 'Revolutionary Road' (2008) que volvió a unir a Leonardo DiCaprio y Kate Winslet, esta vez interpretando a un joven matrimonio que ha perdido la espontaneidad encorsteado en la moralidad norteamericana. Pero la decadencia conyugal es tratada en esta producción con tintes melodramáticos que se alejan en mucho de la excelencia de 'Dos en la carretera'. Para los espectadores más dados a la comedia, la línea argumental podría relacionarse con el metraje de '500 días juntos', que propone extrujar la vis humorística de una relación a la que el inevitable paso del tiempo llena de contradicciones y asperezas. Sin embargo, la comparativa hace caer estas cintas a un nivel de pretensiones que sólo alcanzan la pazguatería.


Y es que, sin menospreciar los ejemplos citados, la fórmula del éxito de 'Dos en la carretera' es la de los personajes redondos encarnados por unos actores todavía más redondos. Albert Finney, que da vida a Mark, ya no es el joven apuesto y atractivo que seducía a las espectadores en las salas de cine. A sus 74 años puede que el recuerdo más tierno que tengamos de su vejez es interpretando al fantasioso padre de Ewan McGregor en 'Bigh Fish'. Pero, en el caso que nos ocupa, no destaca tanto por su belleza como por conseguir un papel tan creíble que parece indisoluble a su carácter. Porque Mark, ese pretencioso arquitecto al que interpreta, es tan irritante como adorable. Y la tarea más difícil en esta película es que los actores sepan transmitir la evolución de sus personajes, como tándem y de forma individual. ¡Y lo más espectacular es que lo consiguen! Así, Albert Finney pasa de ser el joven ambicioso y arrogante que conquista por esa extraña mezcla entre la seguridad y la torpeza, al apuesto y exitoso cuarentón que sigue conservando cierta fragilidad adolescente. ¡Tan irresistible como huraño! Mención a parte merece Audrey Hepburn. Con un personaje atrevido, fresco y un tanto payaso, cuyo encanto natural seduce a la par que conmueve. Y es que, la que fue oscarizada a la primera (ganó la estatuilla a la mejor actriz con 'Vacaciones en Roma', su primer papel para la gran pantalla) da veracidad a una extrovertida veinteañera -a pesar de que ella ya tenía 38 años- que acaba convertida en una esposa sarcástica obligada a pasearse por el mundo snob que rodea a su marido. Divertida y entrañable, podría decirse que la Hepburn consigue una vez más elevar a su personaje por encima de las posibilidades que posee sobre el guión.

En cuanto a la dirección, firmada por Sanley Donen, sólo pronunciar su nombre ya es una garantía de éxito. Ya había trabajado junto a Audrey Hepburn en otras estupendas producciones como 'Una cara con ángel' -en la que pudo dirigir a su ídolo adolescente, el bailarín Fred Astaire- o 'Charada'. Pero en esta ocasión, da una vuelta de tuerca. Y es que pocos saben tratar la comedia con la ternura y la eficacia de este realizador. Si en 1952 conquistó un lugar propio en la historia del séptimo arte dirigiendo junto a Gene Kelly el mítico musical 'Cantando bajo la lluvia' en, 'Two for the road' no sólo sabe sacar lo mejor de sí mismo, sino también la inmejorable versión de sus actores. Porque, parte de la magia y de la complicidad que se respira entre Finney y Hepburn quizás resida en un hecho real: la relación que ambos intérpretes mantenían fuera de la pantalla.
He aquí la anécdota digna del papel couché. Albert Finney, siete años más joven que Audrey, cayó rendido ante la seducción innata de una Hepburn tristemente convencida de que su matrimonio con Mel Ferrer ya no podía salvarse. Realidad y ficción se confunden hasta que el protagonista de 'Guerra y Paz', cegado por los celos -y a pesar de que él se había estrenado mucho antes en eso del adulterio- decide amenazar a su esposa truncando toda aquella felicidad. El ultimátum consistió en dar por finiquitado su affaire con Finney so pena de retirarle la custodia de su hijo Sean. Ante este cruel panorama Audrey Hepburn decidió romper la relación que le había hecho recobrar la vitalidad y el optimismo perdidos para no alejarse de su hijo. En esta ocasión, ni el happy end hollywoodiense ni el amor triunfaron, porque Audrey fue ante todo, una mujer generosa, entendiendo la palabra como es: sin límites en la capacidad de entrega.



Pero al margen de lo anecdótico y de la tristeza oculta entre bambalinas, 'Dos en la carretera' es un asegurado viaje por el buen cine y una fuente inagotable de empatía y admiración. No es de extrañar que, engatusados por la calidad de esta historia, uno de los matrimonios más longevos de nuestro país, Víctor Manuel y Ana Belén, eligiesen este nombre para titular una de sus giras conjuntas. Y es que, por ley, debería obligarse a cualquier pareja en trámites de separación a consumir esta comedia romántica, que no es más que el reflejo parodiado de lo que, en demasiadas veces nos convertimos atrapados en la gigantesca sombra de lo que fuimos. Y sin haberlo pensado... ahí dejo el pareado.

miércoles, 22 de septiembre de 2010

El viejo y el mar: una novela clave en la obra de Hemingway

Ya hemos tratado en este blog el estilo periodístico que define la narrativa de Hemingway, depurada, llana, sencilla hasta redundar en la evidencia. Este deje reportero que determina la voz del escritor estadounidense es lo que podemos encontrar en su obra El viejo y el mar, posiblemente su novela de ficción más famosa, publicada en 1952.

Para Hemingway el cribado de la experiencia personal es necesaria y está fuera del marco que define la obra. Como el propio autor diría al respecto de El viejo y el mar:

Este libro pudo haber tenido más de mil páginas e incluir a cada uno de los personajes de la aldea y todos los procesos de cómo se ganaban la vida, cómo nacían, se educaban, tenían hijos, etcétera. Otros escritores han hecho esto excelentemente y bien. Al escribir, uno está limitado por lo que ya se ha hecho satisfactoriamente. Así que yo he tratado de aprender a hacer algo distinto. Primero he tratado de eliminar todo lo que sea innecesario, para comunicarle una experiencia al lector, de modo que después de que él haya leído algo, eso se convierta en parte de su experiencia y parezca haber sucedido en realidad. Esto es muy difícil de hacer y yo he intentado hacerlo con mucho esfuerzo. (...) [Respecto a los protagonistas] La suerte consistió en que tuve un buen hombre y un buen muchacho y los escritores se han olvidado de que tales cosas existen todavía. Por otra parte, el océano merece que se escriba sobre él tanto como lo merece el hombre. Así que tuve suerte ahí. Yo he visto al pez vela aparearse y sé de eso, de modo que lo dejé fuera. He visto un cardumen de más de cincuenta cachalotes en ese mismo pedazo de mar y una vez arponeé uno de casi sesenta pies de largo y lo perdí, de modo que dejé eso fuera. Todas las historias de la aldea de pescadores que conozco, las dejé fuera. pero el conocimiento es lo que constituye la parte del témpano que está bajo el agua."


Del resultado de todo ese proceso de selección que reduce la historia a lo indispensable, surge una novela tan simple que aviva la experiencia literaria, en la que todo lo importante está fuera y es completado por el lector, que es quien da sentido verdadero a la aventura de ese anciano en busca del pez más grande jamás visto. Y es que, Santiago, el viejo protagonista, es el tipo solitario, lánguido y rutinario que resume el talante de los personajes de Hemingway. Marcado por la muerte de su esposa, esto es, sumergiéndose en la monotonía para obviar la ausencia, Santiago es ese héroe marginal que no busca conquistar el mundo, sino su propia soledad. Como Baltasar Procel señala en el prólogo de El viejo y el mar: "Los capitanes de Conrad son profesionales de un oficio determinado y procuran cumplir su cometido con irreprochable -aunque a veces fallen- eficiencia de funcionario. Creen en lo que hacen y en la sociedad que les ha encomendado la tarea, sin asomo de duda. La cual, inversamente, corroe hasta el tuétano a los tipos de Hemingway, para los que la acción es el todo, mientras miran hoscamente los deberes sobrestructurales con los que el establishment pretende condenarlos."

Quizás por ello, Santiago no se conforma con pescar un ejemplar cualquiera, por éso se aleja de la costa, por éso busca atrapar el océano entero... ¿qué si no, puede simbolizar para un viejo limitado y anímicamente hendido, la captura del mayor pez jamás visto? Su único vínculo con la realidad, quien lo mantiene dentro de los límites de la sociedad y lo aleja de su universo ermitaño, es el joven pescador, quien admira a Santiago tanto como se compadece de él, de su soledad, de su existencia límite en el abismo de la cordura. La conjugación de estos dos personajes, la oposición entre la frescura y el poso de la experiencia llenan esta obra, aparentemente sencilla, de contrastes colmados de ternura y dedicación.



De este modo, El viejo y el mar se convierte en un libro que habla de la dignidad de lo cotidiano, que ensalza la resignación de la monotonía elevándola a un ideal. La pesca, por tanto, es sólo la huida, la fuga, la libertad romántica. Y hasta en los actos más autómatas y mecanicistas, puede esconderse una finalidad noble, que engrandece.
A través de Santiago, Hemingway nos habla de la templanza, de la tenacidad y la paciencia. Nos enseña que en la rutina, también puede haber filosofía. Y, sobre todo, intenta hacernos ver que los grandes logros, las más duras batallas, sólo se ganan con una única arma: el tiempo. Y son, precisamente, el tiempo y el océano, las almas subversivas de una naturaleza que afrentan al protagonista y al mismo tiempo lo conmueven.
Con el vaivén de un viaje que se dilata durante días y sin tierra que sirva de anclaje a nuestros ojos, la captura del enorme pez se convierte en una experiencia irrepetible sobre el respeto, la admiración y la supervivencia. Como sentencia el viejo protagonista: "Un hombre puede ser destruido, pero no derrotado."



La mar de los marineros

Para los lectores marítimos, ahí va la definición del narrador sobre "la mar", referida en femenino, tal y como acostumbramos a oír en la costa. A pesar de todo -y como lo cortés no quita lo valiente-, hay que aclarar que la explicación es, por cierto, tan romántica como irremediablemente sexista:

[En referencia al viejo, Santiago] Decía siempre la mar. Así es como la llaman en español cuando la quieren. A veces los que la quieren hablan mal de ella, pero lo hacen siempre como si fuera una mujer. Algunos de los pescadores más jóvenes, los que usaban boyas y flotadores para sus sedales y tenían botes de motor comprados cuando los hígados de tiburón se cotizaban altos, empleaban el artículo masculino, le llamaban el mar. Hablaban del mar como de un contendiente o un lugar, o aun un enemigo. Pero el viejo lo concebía siempre como perteneciente al género femenino y como algo que concedía o negaba grandes favores, y si hacía las cosas perversas y terribles era porque no podía remediarlo. La luna, pensaba, le afectaba lo mismo que a una mujer.

La apreciación es meritoria, a pesar de las discrepancias que puedan surgir con la comparativa. Su valía reside en el hecho de que la obra fue escrita en Cuba, por lo que contiene muchas referencias a palabras en castellano. Y Hemingway tuvo la sensibilidad oportuna -llamémoslo, olfato periodístico- para apreciar la diferencia y describirla.

jueves, 16 de septiembre de 2010

Atrapados en las redes de Punset

¿Sabían ustedes que nuestra mente activa las mismas partes del cerebro para recordar y para imaginar? ¿Y que tardamos dos décimas de segundo más en contestar a una pregunta cuando mentimos? ¿Saben que es el inconsciente el que rige la mayor parte de nuestras acciones y que la consciencia apenas sirve para que podamos distinguir el presente, el pasado y el futuro? Éstas y otras curiosidades podemos encontrarlas en El viaje al poder de la mente, el libro que cierra la trilogía que Eduardo Punset elaboró sobre "las claves que mueven el mundo".


Aunque su formación universitaria se desarrolló en las facultades de Derecho y Economía, Punset se ha convertido en uno de los divulgadores científicos más importantes de nuestro país, principalmente a través de su programa de televisión Redes. Son, precisamente, muchos de los elementos que encontramos en su espacio audiovisual los que podemos hallar en el libro que nos ocupa: sencillez, claridad, fascinación por la mente y millones de respuestas para entender cómo funciona el mundo y, sobre todo, cómo funciona el ser humano en interacción con su entorno y con el resto de individuos. Bien es cierto que la versión impresa entrelaza la ciencia con la biografía del autor, de modo que también asistimos a una especie de recorrido para entender cómo este barcelonés nacido en el año 1936 llegó a ser una pieza destacada en el engranaje de la Transición española; a presidir la delegación del Parlamento Europeo que perfilaría la transformación de la Europa del Este tras la caída del muro de Berlín; o cómo el hecho de superar un cáncer le devolvió el sentimiento de pertenencia a la manada; para, finalmente, aparecer en las pantallas de nuestros hogares siendo ese despelujado canoso con acento catalán al que le brillan las neuronas hablando de experimentos y del cerebro humano.



La primera lección imprescindible es que, por mucho talante ermitaño que uno quiera explotar, somos seres irremediablemente sociales. Claro que, dicho así, suena a perogrullada. Mejor incrustarlo dentro de nuestra propia evolución como animales:

"La primera construcción mental de los homínidos fue la que gira en torno a la identidad social y no a la conciencia de uno mismo (...) el primer concepto asimilado fue el de manada, el conjunto que daba pábulo a la cohesión social. Sólo en la segunda fase aprendimos a seguir contando por el número dos, por nosotros mismos, cuando nos reconocimos como tales mirándonos en el reflejo de las aguas de un río, casi al mismo tiempo que lo hacían los chimpancés y los bonobós, descendientes de un antepasado común. El líder surgió mucho después de la invención de los seguidores."

De este modo, el libro entremezcla las claves de nuestro entendimiento con la evolución de la especie, de la Tierra y de nuestra relación con el propio Universo y los otros animales, extrañamente similares, dolorosamente parecidos a nosotros mismos.
Al margen de estas cuestiones y del complejo de superioridad evolutiva, otras curiosidades las podemos hallar en el funcionamiento del hipocampo, esa región cerebral que sirve para unir fragmentos de información en nuestro cerebro. Lo particular de esta zona es que, del mismo modo que resulta imprescindible para recordar, también es esencial para imaginar. "Cuando recordamos el pasado o imaginamos el futuro, se activan idénticos circuitos cerebrales", resume el autor.

Con todo, El viaje al poder de la mente es un manual que limpia los cristales empañados de la habitación donde uno guarda su concepción del Universo, del otro y del nosotros. Aclara significados, pero no da claves para que uno se haga dueño y señor de ese único poder, que es el de la mente. Y no lo hace porque las herramientas ya está en uno mismo. Por un lado, el inconsciente rige casi toda nuestra actividad, pero también la mayoría de operaciones complejas de nuestro cerebro. Por no hablar de las emociones, las grandes desprestigiadas del conocimiento que, sin duda, forman parte de nuestra inteligencia. Además, en la línea de los antropólogos boasianos, Punset muestra los experimentos que han llegado a concluir "que ni el código genético es el único factor responsable de nuestra conducta, ni el código genético es impermeable a lo que ocurre en el entorno". Llegamos, de este modo, a otra de las grandes claves: la plasticidad de nuestra mente.

Y es que, independientemente de lo que podamos aprender con la lectura, hay que reconocer a Punset su valor como traductor, la facilidad con la que abre las complejas puertas de la ciencia y la acerca, en unidades digeribles, al común de los mortales. Una forma accesible de saber, que siempre nos tienta a caer en sus redes...

viernes, 20 de agosto de 2010

Padrón (II). Iria Flavia, cemiterio dos ilustres

Neste ano Xacobeo, un dos puntos de referencia na andadura galega é sen dúbida a colexiata de Iria Flavia, tamén coñecida coma Santa María de Andina. Din que foi alí onde o Apóstolo Santiago comezou a predicar en terras galaicas e onde se descubriu o seu sepulcro un 25 de xullo do ano 813. Malia que data dos séculos XII e XVII, é considerada unha das igrexas máis antigas de Galicia xa que se construiu sobre un templo orixinario da primeira centuria.

Nas oficinas de turismo afártanse de eloxiar a representación da Adoración dos Reis Magos que se atopa na fachada e mesmo reseñan con esmero as súas torres oxivales, especiais pola forma escalonada que posúen. Sen embargo, para o turista afastado dos excelencias arquitectónicas, a colexiata de Iria Flavia consegue turrar dos sentidos polo camposanto que rodea o perímetro da igrexa e que confire ó conxunto un ar tinxido de cores mortuorias. Nin tan se quera a cegadora luz do mediodía estival consegue disimulalo tétrico efecto que outorga esta peculiar estampa asediada polas tumbas.


Máis aínda, para un galego afeito ás estructuras parroquiais, nas que as igrexas constitúen o eixe de unión dos aldeáns, semella estraña a visión do adro atestado de nichos: O terreno non deixa oco libre para as xuntanzas dos veciños, para os xogos dos nenos ou para a celebración das tradicionais verbenas que poñen música e cor no eirado relixioso e que constitúen unha das clásicas postais da Galiza máis rural. Ademáis, o descobremento dos antigos sarcófagos que agora decoran o acceso a capela, tampouco contribúen a mellorala sórdida paisaxe.



Por mor disto, tamén cómpre sinalar que é o propio cimiterio o que lle da caracter á colexiata de Iria Flavia, xa que pocuas terras poden xactarse de agochar baixo o seu manto algunhas das plumas maís recoñecidas polo mundo adiante. O feito de que a gran Rosalía de Castro fose enterrada nel -malia que a finais do século XIX o seu corpo foi trasladado ó Panteón de Galegos Ilustres de Santiago- e de que o Premio Nobel de Literatura Camilo José Cela nacera na pequena vila e aínda repouse baixo unha das árbores do camposanto de Andina, fan deste sitio o fogar común dalgúns dos ilustres do noso país, un cemiterio que acolle entre os seus cipreses, parte da historia dourada da literatura galega.


sábado, 14 de agosto de 2010

Padrón (I). O Pazo da Matanza

Semella unha de esas afirmacións fachendosas, pero o certo é que no meu morno recordo quedou grabada con exactitude aquela visita a Padrón coa escola, nos tempos de parvulario e monxas sen cofia que lle pregaban paciencia ó Ceo. Resulta inquedante se temos en conta que, por moito que remexa nas veigas da lembranza, non dou atopado resposta algunha o que almorcei onte. Feitas as aclaracións, soamente podo darlle a este relato que prosegue a voz daquela nena que fun e que volveu a latexar nas miñas carnes cando retornei á terra dos pementos con máis picardía de todo o panorama nacional.


Abofé que poucas cousas lle premen a un ese botón da ledicia como os percorridos pola memoria (e os ollos) da infancia. No caso desta Trilby, aínda escorregan na miña testa a dirección daqueles primeiros pasos no pequeno Pazo da Matanza, onde a sempre cándida conciencia infantil xurou un día facerse poetisa. Aquela visita á que hoxe é a Casa Museo de Rosalía de Castro deixou en min esa pegada que teñen as cousas afeitas a desvelar misterios da existencia: fronte a aquel deformado catre no que Rosalía de Castro vomitara o seu último alento, pensei por primeira vez na Morte, na ausencia... nesa "negra sombra" que deixa para mofarse dos mortais. Xuro que aínda me sobrecolleu aquela impresión que me chegaba polos poros do pasado.

Así a todo, cómpre superalos medos e inicialo recorrido pola estancia. Pasei de longo pola entrada e ignorei adrede as dúas salas dedicadas a ensalzar a figura pública dunha muller que foi, ante todo e sobre todo, íntimamente súa.

Cos pés postos fronte ás escaleiras que dan entrada ó seu fogar, puiden intuir, axudada pola memoria, cada un dos obxetos dispostos na sala que quedaba a man dereita. Sen dúbida, aquela era a vella cociña: coa súa lareira chea de potas e ornamentos, co arcaico refrixerador da casa (que non é máis que un burato na pedra) e todas aquelas fiestras abertas á particular luminosidade do serán... Máis que unha visión, sentíame contemplando unha fotografía da meu pasado... alí mesmo puiden recordar ós meus compañeiros da clase loitando por figurar coma nenos atentos á explicación do profesor de turno (do que, por certo, non lembro nada).


Por moitos motivos, o Pazo da Matanza, no que Rosalía de Castro finou o mediodía do 15 de xullo de 1885, ten iso de lóbrego que gardan as propias verbas poéticas da escritora do Rexurdimento. E, sen embargo, tamén posúe un eco nostálxico e, ó tempo, agarimoso: contemplando aquel fogar, un pode entender moitos dos seus poemas. Dende o "Adios ríos, adios fontes", ata o seu lamento cheo da morriña galega: "Miña casiña meu lar, ¡cantas onciñas de ouro me vals!" .


Rosalía é unha desas "pantasmas" que Padrón protexe con esmero. Algo do seu misticismo segue agochado neste pequeno pazo, agora cómplice de todos os viaxeiros que chegan en tren á vila. No dormitorio de Rosalía, aínda gardan o costume de deixar unha rosa branca esvaecida sobre a almofada do leito que acolleu o seu corpo fendido pola angustia. A flor ten esa beleza ferida das coroas de espiñas. Máis aló, nun pequeno cuarto, o escritorio, sen lápis nin papel sobre o que garabatear algo de vida, ten iso de sórdido que posúen os nichos sen defunto. E alí, ós pés da cama, onde se atopaba esa negra sombra que asombraba a Rosalía, a luz que cega na xanela, só deixa un estreito oco ó presente: o espello polo que os visitantes pasan coma gotas de auga. Foi nese intre cando o espectro do pasado pareceume devolvela imaxe borrosa dunha rapaza que, enchida de recato, outra vez xuraba ser poetisa: isto é, unha pequena nena que aínda se encolle perante ó mundo, botando unha ollada dende ó colo do Padrón máis fermoso.







"Ben sei que non hai nada
novo embaixo do ceo,
que antes outros pensaron
as cousas que hora eu penso.
E ben, ¿para qué escribo?
E ben, porque así semos,
relox que repetimos
eternamente o mesmo."


[Rosalía de Castro, Follas Novas (1880)]

lunes, 2 de agosto de 2010

Amores de bolsillo

Envidia produciría a todo el plantel de dioses allá en el Olimpo saber que los mortales han llegado a resumir en una edición de bolsillo el sentimiento que por antonomasia ha alimentado todas sus tramas divinas. Y es que, hasta el más idealista en términos amorosos, admiraría el práctico modo de proceder en estas lides si pudiésemos sacar el amor del bolso cuando a uno le viniese en gana. Eso sí, cantautores y demás miembros del gremio artístico se hundirían sin la más triste inspiración. En cualquier caso, como ya preconizaba en aquella versión de "Caballo viejo" nuestro popular Julio Iglesias, "el amor no tiene horario ni fecha en el calendario", así que sigue y seguirá siendo, mal que nos pese, un sentimiento indomable.
Sin embargo, para los fans del séptimo arte, especialmente aquellos admiradores del género lacrimógeno hollywoodiense, el libro Un amor de cine puede ser el mejor atajo para saciar nuestras ensoñaciones románticas. Portable a la playa, a la montaña, a la piscina y, para los mañosos en eso de envolver, hasta sumergible; la edición de Debolsillo, resume en su pequeño formato algunas de las películas más populares del género que han bailado sobre las pantallas en todo el mundo.


De modo que, aunque este tipo de prácticas son más propias del invierno, el libro permite en pleno estío, darse un buen atracón de romanticismo. Así, el lector puede sustituir la manta y la tarrina de helado tamaño industrial por una toalla engarzada en perlitas de arena y un minúsculo polo que amenace con el deshielo inminente sobre sus manos; mientras derrocha anhelos bovaristas contemplando fotogramas tan emblemáticos como el de la mítica Titanic, acompañados del fragmento más tierno del guión de la película. Desde Anna Karenina (1935) con la inigualable Greta Garbo como protagonista hasta Indiana Jones y el reino de la calavera de cristal (2008) que cierra la edición, el observador se lanza a un agradable viaje en el que caben "tradicionales clásicos" de la talla de Lo que el viento se llevó (1939) y Casablanca (1942) o "modernos clásicos" que a fuerza de costumbre y reiteración han colmado sueños amorosos por todo el globo: Memorias de África (1985), Dirty Dancing (1987), Cuando Harry encontró a Sally (1989), Cuatro bodas y un funeral (1994) o Los puentes de Madison (1995), entre muchas otras. En total, más de un centenar de películas que, a modo de listado, podrían engrosar cualquier "Manual para el Amor". Es lo que se dice, todo un ejemplo de utilidad y eficiencia.
Para los más escépticos siempre queda la opción nostálgica: recordar la interpretación de los actores y revivir aquellos diálogos que marcaron un referente insuperable -y tan hiperbólico como los ejemplos Disney- en nuestra concepción de las relaciones de pareja. Para todos los demás, sólo resta extraer la belleza narrativa y el ingenio de algunos fragmentos del libro: películas que, con o sin amor, consiguen remover algo en la conciencia cuando el puñetazo de la empatía sacude el vientre del espectador-lector.



Gilda (1946)
Gilda: Tú me odias ¿verdad?
Johnny: No tienes ni idea hasta qué punto.
Gilda: El odio es una emoción muy intensa, ¿no lo has notado? Muy intensa. Yo también te odio. De tal modo que... que creo que voy a morir, cariño. Creo que voy a morir de odio.


El apartamento (1960)
[Fran]: No creí que fuera tan estúpida, está visto que nunca aprenderé. Cuando una se enamora de un hombre casado no debería ponerse rímel.


Manhattan (1979)
[Isaac]: Pero estabas muy sexi, ¿sabes? Empapada por la lluvia y... y tuve un impulso loco de tumbarte bajo la superficie lunar y cometer una perversión interestelar contigo.



Cuatro bodas y un funeral (1994)
Charlie: ¿Aceptarías no casarte conmigo y crees que no casarte conmigo podría convertirse para ti en algo que durara el resto de tu vida? ¿quieres?
Carrie: Sí, quiero.



El cartero de Pablo Neruda (1994)
Señora Rosa: Ya basta, hija mía. Cuando un hombre empieza a tocarte con las palabras en seguida llega muy lejos con las manos.
Beatrice: No hay nada de malo en las palabras.
Señora Rosa: Las palabras son la peor cosa que hay en el mundo. Prefiero mil veces que un hombre borracho en el bar te toque el culo con las manos a que alguien te diga "Tu sonrisa vuela como una mariposa".
Beatrice: ¡Se expande como una mariposa!
Señora Rosa: Ríe, vuela, se expande... ¡Me da igual! ¡Pero es que no te das cuenta, hija mía! No tiene más que rozarte con un dedo para que caigas.
Beatrice: Te equivocas, es una persona decente.
Señora Rosa: Cuando se trata de acostarse no hay diferencia entre un poeta, un cura o incluso un comunista.

Princesas (2005)
[Caye]: ¿Sabes qué me jode también? Lo que más de todo... que no te puedan ir a buscar a la salida... A mí es lo que más me gustaría. Trabajar en un despacho de lo que desea, da igual, pero que me vayan a buscar a la salida. ¿te imaginas? Y verle esperando desde la ventana, que sea muy, muy guapo y se mueran todas de envidia. Fíjate, ya sólo decirlo es la hostia: "Ven a buscarme". El amor es eso ¿no? Que te vayan a buscar a la salida... El resto es todo una mierda, ni flores, ni anillos... por mí se pueden meter todo por el culo, pero que te vayan a buscar a la salida...

miércoles, 21 de julio de 2010

Premios literarios en tiempos de crisis

A estas alturas de combate sólo la fiebre futbolística es capaz de izar colores de optimismo frente a las molestas vuvucelas de la resentida economía. Sin fórmulas mágicas ni recetas que aderecen este guiso, más de uno debería echar la vista atrás para motivar a los ciudadanos con la agudeza intelectual que algunos desplegaron antaño...

Para ejemplo clarividente -a la par que suculento- que valga el concurso literario que los carniceros de París organizaron en 1962. Como la propia corresponsal del diario YA, Josefina Carabias, indica en su crónica: "Hasta hace algunos años los carniceros de París no necesitaban recurrir a ninguna astucia para que les quitasen la mercancía de las manos. El bistec con patatas fritas era aquí el alimento básico y no faltaba en ninguna mesa por modesta que fuera. Pero desde que el sustancioso alimento se ha puesto por las nubes (unas 300 pesetas el kilo de la vaca más tierna) las amas de casa lo piensan dos veces antes de decidirse e incluso las hay que acaban por comprar pescado."


¿Qué pergeñaron entonces los vilipendiados magnates del sector para estimular sus ventas? Pues un concurso literario en el que, con la gastronomía carnívora de fondo, los concursantes aspirasen a obtener un premio irresistible: su peso en carne. Fue así como el recetario de Madame Ninette Lyon, Carne a cualquier precio, obtuvo el envidiable primer puesto. Como, además, y para disgusto de los organizadores, la señora distaba mucho de lucir un cuerpo espigado, pudo ver recompensado el acopio de grasas que venía aglutinando desde años atrás. Con la sorna de Carabias, la afortunada madame quedó retratada de este modo ante los españoles de la época: "Para colmo de suerte, es una mujer llenita, tirando a gorda. Así, pues, cuando tomó asiento en la balanza a fin de cobrar el importe de su premio literario, hubo que poner en otro platillo -que esta vez era un "platazo"- un cordero entero, un cuarto de ternera fina y varios trozos de buey."
Que conste que la señora Lyon no sólo recibió con orgullo el premio sino que, además, engatusó a los carniceros con sus armas de ángel del hogar y les persuadió sobre la conveniencia de que el galardón carnívoro le fuese entregado de forma racionada durante todo el año 1963. Con su punzante sentido práctico, la madama consiguió bonos para extraer de las carnicerías parisinas su premio de forma escalonada. Eso sí, aseguran que "por galantería" nunca se supo la cifra final a la que ascendió el lote de productos cárnicos.

En cualquier caso, lo importante para Carabias aquel 28 de diciembre de 1962 era tomar un poco el pelo a los señores del Régimen, con una pequeña "inocentada", considerando la aparente candidez del comentario y la fecha en la que se publicó el artículo. De forma discreta, pero patente, les dedica tímidamente encubierta una semblanza a la hambruna de los detestables años 40: "No se puede negar que la idea de los carniceros, además de original, es excelente. Si a alguien se le hubiese ocurrido una cosa así en aquellos años de la posguerra, cuando la carne en toda Europa se obtenía por cartilla o pagándola en el mercado negro a precio de oro (...) estoy segura de que incluso los candidatos al premio Nobel hubieran cambiado de campo para venir a disputarse el galardón de los carniceros".
Con todo, si bien estas noticias no multiplican los billetes en nuestros bolsillo, al menos, ayudan a que la mente se distraiga en otros menesteres y, sobre todo, en otras ambiciones: por ejemplo, aplicar la política del premio a la inversa. Porque, con lo escuálidos que se están quedando algunos contribuyentes ¿permitirían los bancos rescindir las deudas en proporcionalidad al peso de los hipotecados?

[Viñeta de Luis Davila]

miércoles, 14 de julio de 2010

Reaccionarismo literario

Imagínense por un momento la historia de una pequeña hormiguita a la que llamaremos –por ahondar en la redundancia y en la originalidad- Patitas.

Esta hormiga, vista desde la altura de los gigantes, parecería una obrera más desfilando con una miga de pan en todo lo alto de su sesera. Sin embargo, algo había de transgresor en Patitas. De cuando en cuando –y cada vez con más frecuencia- rompía filas y dejaba su sombrero de trigo a un lado de la senda para pararse a contemplar aquella gigantesca construcción plagada de confusos garabatos, incomprensibles para el bullir neuronal que nadaba entre sus antenas. No obstante, la primera ocasión en la que Patitas vio el libro del viejo Karl abierto sobre la mesa, no actuó como el resto de sus compañeras, que optaban por dar un amplio rodeo al tomo que entorpecía su paso. Ella prefirió emprender el laborioso ascenso por aquel estúpido objeto que mantenía a Karl en vilo cada noche. Cuando contempló el océano de letras que bailaban como olas sobre las páginas amarillentas del libro, Patitas sintió la necesidad de comprender todo aquello. Como la lectura y, en general, la alfabetización de las obreras, era todavía una utopía en su lúgubre hormiguero optó por seguir el trazado de cada letra como un camino, una tortuosa vía llena de curvas y rectas que seguro conducirían a algún lugar. El primer día se sintió francamente mareada y aturdida. El segundo, dudó un instante si volver a emprender su aventura. Pero en la tercera jornada, Patitas no podía imaginarse el sendero hacia la Gran Montaña de Pan sin embriagarse recorriendo aquellos extraños trazados.

Sus compañeras hormigas no tardaron demasiado en percatarse del cambio que experimentaba Patitas así que, movidas por la envidia del que siempre se acuesta igual que se levanta, denunciaron la situación a la Reina de las Hormigas. Por rigor histórico en este punto hay que aclarar que la regenta había regresado recientemente al trono con un cabreo solemne –adjetivo que califica con exactitud todo lo regio- después de que un comité de hormigas sindicalistas le paralizasen los canales de transporte en el hormiguero sin tan siquiera respetar los servicios mínimos. Cabe suponer, que la delicada situación de su mandato influyó negativamente en la sentencia, pues la Reina prohibió a Patitas volver a subirse a aquello que llamaban “libros” y la condenó con severidad a pasarse el resto de su vida deshollinando los retretes de palacio, cuyos tubos de desagüe -paradójicamente- siempre se llenaban de arena.

Meses más tarde, nuestra diminuta heroína burló los controles y decidió poner fin a aquel sometimiento convenciendo a sus vigilantes de que la libertad era un camino de letras torcidas –para alivio de algunos también aclararé aquí que Patitas no era comunista-. Así que, untada de esa especie de autoridad que otorga el conocimiento, se despidió de sus compañeras y emprendió su ansiado viaje hacia el libro de Karl. Caminó inscansable durante horas y horas pero, como en esta ocasión iba sola, se sintió algo desorientada, lo cual no impidió que alcanzase su particular meta. Una vez allí, esperó a ver los párpados del viejo cediendo al sueño para poder escalar su peculiar montaña de celulosa. En el preciso momento en el que Patitas se posó definitivamente sobre el contorno de una letra, el viejo insomne cerró el volumen que yacía sobre la mesa...

Así fue como Patitas, leyendo, se hizo libro. Y, de paso, inventó las comas, lo que redujo bruscamente el índice de mortalidad entre los voceros del pueblo. Aunque nadie lo reconozca nunca, Patitas fue una verdadera heroína.



[Ilustración de Cesáreo Segura Vargas]




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Al margen de estos delirios dignos del más torpe fabulista, ahora que hasta las aspas del ventilador se derriten amasando este tórrido aire madrileño, es buen momento para invocar el frescor de la brisa marinera. En este caso, recurrimos al último libro de Nuria Amat, Escribir y callar, un pequeño piscolabis que por breve no cede en intensidad y hondura. La escritora podría ser esa singular Patitas que todavía se funde con los libros al tiempo que reflexiona sobre la relación entre lectores y literatura en la actualidad. Porque Amat es la genuina encarnación, como ella misma escribe, de quien leyendo se hizo libro. Patitas -mal que me pese, porque ya le había cogido cariño- es sólo un sucedáneo de su condición. "Cada día nacen más adoradores de novelas sin ideas, historias sin relieve, pasiones sin la desazón del espíritu melancólico. Y cada día mueren lectores copistas de literatura. Los que leyendo se hacen libro."

Quizás por ese idealismo confabulado, Escribir y callar es un libro reaccionario que violenta la modernidad y el consumismo. Es por tanto, un libro imprescindible para los nostálgicos, para aquellos que nunca pasan el plumero por la esquinas de la historia, que se entretienen creando telarañas, volviendo la vista atrás para sacar del baúl las cosas importantes que perecen bajo la solera. Para Amat, la intensidad de su relación con la literatura podría resquebrajar el mundo en dos mitades: a un lado, los que la viven del mismo modo; al otro, los que no. Con estos últimos se muestra especialmente dura: "Los coches han aparecido para sustituir primitivas bibliotecas. Proporcionan una marca a su propietario, un sentido de honor a la familia, y dan seguridad emotiva. Son indiferentes y mudos. Los libros, por el contrario, son altavoces secretos."

El "radicalismo conservador" de Amat protege a los clásicos, defiende con uñas y dientes la literatura mayúscula que se eleva por encima de una época, la que pertenece a todas ellas. Por eso hay escalas, por eso no todo libro es válido ni toda cultura eleva el espíritu al limbo del pensamiento autónomo. "En una cultura como la nuestra, que repudia todo lo que no es gregario, mediático y comparable a algo experimental, tangible, ponerse a hablar de la espiritualidad y tristeza de la novela es visto como algo insólito y decadente". Por eso Nuria Amat tiene claros su propósito: "Que mis libros no vayan a parecerse ni de lejos a los libros hablados de los otros, de los que apenas leen libros. O leen libros falsos y dictados por la impaciencia cotidiana."

Al estilo de Montserrat Roig, Amat cierra el primer capítulo , "Entre guerras", apelando a la única certeza de un escritor: el baile de su pluma: "Tal en vez en estos tiempos equívocos, escribir consista en asumir la contradicción de creer que el mundo es demasiado complejo e impensable para ser escrito y, sin embargo, seguir escribiendo."


Cinco definiciones de la felicidad

La felicidad es inculta y es política, y se dedica a aplaudir a los escritores coleccionistas de palabras, filósofos de pacotilla, novelistas de un telediario.

La felicidad es grosera porque invita al éxito desesperado. (...)

La felicidad es inculta porque reivindica lo contrario de la tristeza. (...)

La felicidad es idiota porque es artificial. (...)

La felicidad es opaca al pensamiento.

Curiosa visión y no obstante convincente: Amat reflexiona sobre la felicidad como un producto de consumo más, impostado, servido en pequeñas latas metálicas con fecha de caducidad, disponible en polvo soluble y lista para crear una bebida instantánea. Hete aquí el peligro del libro: nos puede convencer de que que todo es cuestionable y hasta la imperturbable espada Excaliburg podría abanear en su férrea funda de piedra.

Nuria Amat, que niega la trama -absurdo artefacto que no dice nada sino va envuelto en una buena narración-, meiga fabricante de conjuros para despertar una generación de incansables lectores que, como los heroicos personajes de Fahrenheit 451 serían capaces de eternizar los libros en su memoria; se rebela con su pequeño-gran volumen que no es de contenidos, sino de acción, que espabila los ojos al delicado murmullo de los sueños. Con su mimada prosa y la depurada selección de palabras en la que nada falta y nada sobra, Escribir y callar guarda el secreto de un rico mundo interior y la semilla de una revolución que propugna aniquilar la celeridad de las creaciones mediocres y la ansiedad de una lectura demasiadas veces anodina y superficial.