martes, 15 de febrero de 2011

La ciudad de los tejados encendidos

Son las siete de la mañana. Enciendo la radio en busca de esas voces informativas que sintonicen mis bostezos con la vida que hay despierta más allá de las paredes del hotel. Estoy en Lexington Avenue con la 49. La nomenclatura de las calles y su división cuadriculada posibilitan que hasta un pato mareado, como esta que les escribe, pueda aplacar su torpeza orientativa. Ni el jetlag ni el cansancio impiden apreciar los detalles de esta ciudad que es cine en estado puro. Nueva York, sin quererlo, es un lugar común y todos pertenecemos a ella. Es como si de pronto uno hubiese entrado por la pantalla de su televisor y pudiese habitar esa cultura tantas veces aludida a través de las películas.

Creo que ésa es una de las razones por las que Nueva York es tan maravillosa e impactante. Que ¿por qué resulta fabulosa? Porque no decepciona. Es justamente como te la esperas: La nieve negruzca amontonada en las esquinas, las humeantes alcantarillas, los puestos de Hot Dog que perfuman la calle seduciendo a tu apetito. Son también esos ortopédicos y rectangulares taxis amarillos que Robert de Niro condujo en el 76 y, de algún modo, casi te convences de que encontrarás a una jovencísima Jodie Foster de faena por las esquinas. Tambien, al transitar la 5ª Avenida, parece que Audrey Hepburn esté todavía frente a la puerta de Tiffany´s tomando su desayuno antes de conocer a Hannibal, el de El Equipo A, pero cuando aún no tenía un puro en la boca, ni la cabellera cubierta de canas, ni se le había relajado su porte seductora. Y llegas a entender por qué sobre la moqueta de esa joyería, Holly Dougherty sentía que el miedo se había escurrido en alguna alcantarilla muy lejos de allí.

Sí, Nueva York es éso: la gente comiendo noodles con palillos chinos, los transeúntes bebiendo por la calle su café recién comprado en los cientos de Starbucks que dominan cada rincón comercial. Son las pistas de hielo y los enamorados dibujando sus I love you sobre la superficie cristalina de un 14 de febrero. Son los cegadores carteles luminosos de Times Square, la omnipresente publicidad, es Frank Sinatra cantando eternamente su New York, New York y es Petula Clark invitándote a ir al centro de la ciudad con su Downtown, allí donde la luz es más brillante, allí donde todo parece suplicarte que gastes ese puñado de billetes de un dólar que te llenan los bolsillos y con los que finges una opulencia que sólo es aparente. Son los majestuosos edificios que brotan de todas partes y que fomentan un persistente dolor de cervicales en los turistas. Es el Subway con sus elegantes y clásicas entradas y son las iglesias con coros gospel animándote a tener fe, a creer que quizás sí, de este modo, uno puede encontrar ese sentido de trascendencia que tantas veces se agarrota. Hasta nosotros, los atolondrados visitantes, somos parte de la imagen de esta ciudad, retratándonos en Wall Street, conmoviéndonos a orillas del río Hudson, apabullados bajo la inmensidad de la Estatua de la Libertad, pasando al lado de ese grupo de asiáticos con cámaras que lo mismo alucinan ante el David de Miguel Ángel como ante el primer letrero que Pepsi colocó en Estados Unidos.
Pero lo que mas me enamora de esta ciudades es su afán de compensar con toda clase de luminarias, esa luz natural que comienza a apagarse hacia las cinco de la tarde. Hasta los tejados brillan con un esplendor tan artificioso como seductor, señalándote su fabulosa construcción, recordándote que el vértigo parece menos pronunciado si uno enciende sus sentidos y los deja volar.
Lo cierto es que uno acaba atesorando tantas imágenes sobre Nueva York, que de vuelta, apenas logra diferenciar cuáles le son propias y cuáles no. A estas alturas del rascacielo de mi memoria, parece que lo único que persiste con asombrosa certeza es ese tenaz gusanillo buscando regresar al ombligo de su gran manzana.

lunes, 7 de febrero de 2011

Sin remordimiento

El olvido es un don caprichoso, pero lo es más aún el recuerdo. Aquel profesor con ojos de egipcio, que todavía asalta alguna de mis reflexiones noctámbulas, ya me hizopensar una vez en la importancia de la memoria porque, al fin y al cabo, es lo que nos hace ser. Sin memoria, no existiríamos. Sin el recuerdo del ayer, naceríamos a cada instante y ese ejercicio de reiterada virginidad puede resultar algo agotador. Por eso me fascina pensar que no es la personalidad lo que nos define, sino el recuerdo que tenemos de nosotros mismos, nuestro empeño loco por perpetuar ciertas pautas que hacemos propias y que consiguen hacernos diferentes –un poco diferentes- a los ojos de los demás.

Pienso en esto ahora, después de haber vivido uno de esos episodios en los que uno recuerda con el piloto automático puesto, como cuando te atas los cordones sin hacer de tus dedos un nudo o como cuando consigues cambiar la marcha y pisar el embrague sin tener que coordinar cada movimiento. Resulta curioso, y me atrevería a decir placentero, vivir uno de esos instantes en los que la memoria hace su trabajo mientras tú asistes atónito al espectáculo del ayer. Que una melodía dé sus primeras punzadas y tu lengua, como recién levantada de su letargo, comience a danzar con la letra de la canción, sin dejarse una coma atrás. Por muchos años que hayan transcurrido, recuerdas hasta los chasquidos que da la música cuando ya no debes decir nada, recuerdas cada giro, cada agudo y cada grave, recuerdas y ni siquiera sabes cómo ni por qué, pero de pronto, tú ya no eres tú, sino la imagen caduca de tu pasado. Y una letra, una estúpida letra, se convierte en el viaje más fascinante que puedes hacer sin necesidad de soltar las amarras de tu propio puerto, porque ahí está todo, como lo estaba entonces: la quietud del campo y aquel DVD plateado que costó un riñón y que ahora cambiarías en cualquier CashConverter por un diente picado, pero que entonces era lo más y conseguía reproducir tus CDs mientras el logotipo con su marca rebotaba de un lado a otro dentro del marco de la tele. Sí, ahí están las horas, aquellas horas que vuelven: el olor de un invierno pausado y feliz, los muebles rústicos de la casa, el ladrido lejano de un perro, la cortina estampada que nunca lavaste, aquel sofá incómodo que conseguiste domar en alguna que otra siesta. Todo, en una canción. En una letra que atesoras en la memoria, sin darte cuenta, como si nunca se hubiese ido del todo y ahora regresase para proporcionarte esa misma placentera felicidad que te dan cinco euros arrugados en el fondo del bolsillo.

La memoria es caprichosa, pero no tiene prejuicios. Es como si todos tuviésemos nombre, pero nadie pudiese recordar sus apellidos. El recuerdo es puro hasta cuando nuestra imaginación pone de su parte al crearlo. Y lo más fascinante del recuerdo es que uno siempre lucha contra él, porque en el fondo, intenta echarle un pulso al tiempo y salir ganando, para traerlo de nuevo, o para echarlo de nuestra vida para siempre. El recuerdo está ahí, como esa palanca que te sube las lágrimas a la azotea al ver el final de Toy Story 3 o la secuencia en la que el foco descubre al personaje de Roberto Benigni en La vida es Bella. Es la misma palanca y son las mismas lágrimas, en ellas va algo de nosotros mismos. Y nos da igual que la película nos hable de unos muñecos a punto de convertirse en plástico fundido o de un judío luchando por sobrevivir al Holocausto porque el tornillo que nos atraviesa la tráquea es siempre el mismo y acaba por enjuagarnos los ojos sin ninguna clase de prejuicio. La náusea es instintiva, emocional, salvaje; el vómito, sin embargo, es un acto racional. Por eso, las lágrimas y el recuerdo son arcadas y hay que disfrutarlas como tales, así, como vienen desfilando, al igual que la letra de aquella canción. ¿Por qué ponerle apellidos?