sábado, 19 de mayo de 2012

Suite francesa: la obra (y la vida) inacabada de Irène Némirovsky

“Todos sabemos que el ser humano es complejo, múltiple, contradictorio, que está lleno de sorpresas, pero hace falta una época de guerra o de grandes transformaciones para verlo. Es el espectáculo más apasionante y el más terrible del mundo. El más terrible porque es el más auténtico. Nadie puede presumir de conocer el mar sin haberlo visto en la calma y en la tempestad. Sólo conoce a los hombres y a las mujeres quien los ha visto en una época como ésta. Sólo ése se conoce a sí mismo.”
Un título anodino y una autora con excesivas consonantes en su apellido podrían dinamitar nuestro ánimo lector perdiendo la oportunidad de saborear una historia que, dentro y fuera de sus páginas, resulta tan aterradora como fascinante. Suite francesa, de Irène Némirovsky (editorial Salamandra, colección X Aniversario), es una de esos libros capaces de devolver al lector la fe en la literatura. Aunque como género se podría enmarcar dentro de esa vasta narrativa bélica, no mentiríamos al afirmar que esta etiqueta desmerece muchas de las virtudes de la obra y de su creadora. Suite francesa pertenece a esa extraña estirpe de libros mutilados e inacabados, que podrían permanecer suspendidos en un perpetuo punto y seguido sino se entiendese que su final es, ni más ni menos, que la trágica muerte de su autora. Por eso cabría aclarar aquí unas breves notas biográficas sobre Némirovsky: judía de origen ucraniano (nacida en Kiev), se convirtió “in extremis” al catolicismo junto a sus hijas, en 1939. Pero, ni siquiera su nueva condición lograría hacer desaparecer su doble estigma: el de ser una extranjera en Francia de orígenes hebreos. Tampoco el prestigio del que gozaba como autora –prestigio que alcanzó desde su primera novela: David Golden-, ni los incansables intentos de su marido por conseguir su liberación, lograrían evitar que el 17 de agosto de 1942 falleciese en el campo de concentración de Auschwitz. De hecho, tan atractivos como su novela son los elementos narrativos que envuelven su biografía y que constituyen en sí mismos, con sus diferentes pasajes y personajes, una tragedia lenta y perversa: la desesperación creciente de un marido que, tras escribir decenas de cartas de auxilio para su esposa, propone sustituirla en el campo de concentración (hecho que lo llevaría a la muerte); la constante persecución que se emprende hacia las dos hijas del matrimonio, Elizabeth y Denise; la muerte de la madre de Irène (cómoda, confortable, sin haber demostrado un ápice de ternura o amor hacia su hija y tras negar el auxilio a sus nietas) que pasaba ¿a mejor vida? atesorando en su caja fuerte su única fortuna: dos obras de su hija Irène. Y, en medio de toda esta rocambolesca concatenación, una maleta que portan las dos hijas de la autora, en la que se encuentra el último manuscrito de su madre: Suite francesa.

Sólo hay que echar un vistazo al cuaderno original (de letra mínima y apretada, de arquitectura firme y clara) para entender la pulcritud con la que esta obra nació y todavía sigue viva. Es el reflejo del estilo Némirovsky: una literatura purificada, libre de artificios estériles, en la que la crueldad humana se sirve sin adornos y se digiere sin protectores de estómago. Aunque la escritora soñaba con una novela de 1.000 páginas, compuesta como una sinfonía de cinco partes, desgraciadamente, sólo han llegado hasta nuestros días dos de ellas: "Tempestad en junio" y "Dolce", que hipnotizan como la flauta de Svengali y esconden bajo su letra el estruendo sordo del desaliento.
La primera parte de la obra, “Tempestad en junio”, hilvana con maestría diferentes personajes y situaciones del desalojo de París ante la amenaza invasora. El acierto de esta sección es que no se compone de descripciones de una marea humana uniforme que huye hacia ningún lugar, en ella hay nombres propios, historias concretas, en las que se aprecian las clases, las diferencias. Y nos envuelve la fascinación de descubrir cómo la guerra sumerge al rico en la incredulidad de saber que el dinero es inútil cuando ya no queda nada ni nadie a quién comprar, cómo el poder y las influencias son títulos baldíos si las puertas están tapiadas y los caminos minados; o cómo la pobreza puede conducir a la miseria cuando uno se agarra a la desesperación para justificar la atrocidad. Rabia, dolor, ausencias, recuerdos, bajas, miedos, pérdidas… y el nauseabundo preludio de la muerte flotando sobre las cabezas, como una nube gris que surca el cielo esperando el momento oportuno en el que vomitar el agua que esconde en su vientre empachado:
“Vieron los primeros muertos: dos hombres y una mujer. Tenían el cuerpo destrozado, pero, curiosamente, los tres rostros estaban intactos, unos rostros normales y tristes, con una expresión asombrada, concentrada y estúpida, como si trataran en vano de poder comprender lo que les ocurría; unos rostros, Dios mío, tan poco hechos para una muerte bélica, tan poco hechos para cualquier muerte.”
La jugosa forma en la que la autora ofrece al lector los diferentes prismas desde los que se puede contemplar la guerra sigue presente en “Dolce”, segunda parte del libro, en la que se narra, ya de forma novelada y no como retazos de guerra, la convivencia del pueblo con los alemanes durante el asedio. Aquí irrumpe la delación, el orgullo herido que alimenta la hipocresía de quienes deben repudiar en público lo que en su fuero interno admiran e incluso desean.
“Felices o desgraciados, los acontecimientos extraordinarios no cambian el alma de un hombre, sino que la precisan, como un golpe de viento que se lleva las hojas muertas y deja al desnudo la forma de un árbol, sacan a la luz lo que permanecía en la oscuridad y empujan el espíritu en la dirección en la que seguirá creciendo.”
Némirovsky es intuitiva, aguda, ácida, y profunda, y podemos apreciar y disfrutar con ella de una narrativa en la que los personajes se definen por sus acciones y por la minuciosidad y cuidado con el que nos presenta sus más íntimas, crueles y dolorosas reflexiones. Pero ¿qué es realmente lo más fascinante de Suite francesa? Que como toda buena obra goza de la virtud de la perpetua vigencia. Enmarcada en un momento histórico tan delimitado como la Segunda Guerra Mundial, es capaz de de resquebrajar la piel de la Historia para hablar también de nuestros días, de la desesperación y del desconsuelo que, lo sabemos ya, no es una patología propia de la generación de entreguerras sino el mal endémico de una juventud que crece asediada por ese perpetuo belicismo y que adquiere en su madurez la conciencia de que ni su esfuerzo, ni la violencia tácita a la que se les somete en la competición, garantizan la supervivencia o el éxito de los mejores.
-¿Es de París? ¿En qué trabaja? ¿Es obrero? ¡Quia! No hay más que verle las manos. Es empleado, o puede que funcionario…
-Estudiante
-¿Ah, estudia? ¿Para qué?
-Pues… -murmuró Jean-Marie, y se quedó pensando-. Yo también me lo pregunto.
Era gracioso… Sus compañeros y él habían trabajado y aprobado exámenes, conseguido títulos, cuando sabían perfectamente que era inútil, que había guerra… Su futuro estaba escrito de antemano, su carrera estaba decidida en los cielos.
Que estos pasajes costumbristas que construyen Suite francesa parezcan estar en perpetua actualidad se debe al esfuerzo de una autora que, como ella misma confiesa en sus diarios, quería escribir para las futuras generaciones:
[fragmento del diario de Irène Némirovsky del 2 de junio de 1942]: no olvidar nunca que la guerra acabará y que toda la parte histórica palidecerá. Tratar de introducir el máximo de cosas, de debates… que puedan interesar a la gente en 1952 o 2052.
Es decir que, como la propia escritora percibe, los hechos políticos, el contexto, acabarán pasando a un segundo plano, porque lo que trascenderán son las historias, los motivos, las razones que movían a cada ser humano que vivió y sufrió -o, incluso, gozó- la guerra y el Holocausto. Esa humanidad compleja que subyace, para construir y destruir, y que está presente ahora como lo estuvo hace un siglo y como lo estará dentro de cien años.

Para regocijo de nuestro espíritu morboso, al final del libro se incluyen algunas anotaciones del diario de la autora (en el que elucubra sobre los posibles finales y relaciones que afectarán a los personajes), sus dos últimas cartas y las frustrantes epístolas de su marido, Michel Epstein, suplicando la liberación de su esposa sin saber que ya estaba muerta. Ése es el verdadero final de esta historia, el enmudecimiento prematuro de unos personajes inacabados, que vivirán por siempre encerrados bajo el candado de esa suite francesa que sólo conocimos a medias.
[última carta de Irène a su marido, escrita a lápiz, en julio de 1942]: Mi querido amor, mis adoradas pequeñas, creo que nos vamos hoy. Valor y esperanza. Que Dios os ayude a todos.

Irène junto a su marido, Michel Epstein.